Según refiere Luís Sánchez Granjel en su Historia General de la Medicina Española, durante el s. XVII desempeñaron funciones y actividades de curación y atención sanitaria un abigarrado conjunto de “profesionales” que abarcaba desde médicos o “físicos” con título universitario (bachilleres, licenciados o doctores), cirujanos “latinos” (universitarios) o cirujanos-barberos “romancistas” (no universitarios), hasta parteras (“comadres” o “madrinas”) y curanderos. Se incluyen aquí empíricos hábiles en el ejercicio de prácticas terapéuticas concretas, como “algebristas” especializados en el tratamiento de fracturas y dislocaciones, hernistas o “sacapotras”, sacadores de piedras o “litotomistas”, y hombres y mujeres que prestigiaban sus conocimientos no librescos con ingredientes mágicos y recursos supersticiosos e invocaciones demoníacas o milagreras.
Con este panorama, en ocasiones resultó inevitable el enfrentamiento de los profesionales con título universitario y los empíricos, cuya actividad (digamos que por “intrusismo profesional”) era denunciada para su represión ante el Tribunal del Protomedicato, única institución que autorizaba para el ejercicio profesional a través de un examen de suficiencia.
De cualquier forma, en el libro Perfecto praticante Médico y nueva Luz de fácil enseñanza, publicado en 1677, el toledano Antonio Trilla Muñoz recomendaba a sus compañeros de profesión:
“No tengas pendencias, ni desaçones con Boticarios, Cirujanos, Sangradores, Potreros, Algebristas, Destiladores, Montabancos, Garlatores, Balsamoros, Comadres, Desaojaderas, ni otros; porque no has de remediar nada, y te han de deshonrar, y quitar el crédito; ellos no se han de enmendar, ni la justicia ha de hazer viva diligencia, porque ellos son los primeros que los llaman, los aplauden, y regalan, y que darán pie a la conversación contra ti”.
También el médico cordobés Francisco Leiva y Aguilar, en su obra Desengaño contra el mal uso del tabaco (1634), hace un completo retrato del perfecto médico:
“…importa que tenga puro y buen sentido para sentir, conocer y advertir; clara y perfecta estimativa, para apreciar, distinguir e inventar; fácil y tenaz memoria, para aprender, retener y ofrecer; aguda vista, vivo olfato, tacto esquisito, gusto en curar, cuidado en visitar, perseverancia en estudiar, estudiante desde que nació y estudiante hasta que muera. Ha de ser piadoso para que se compadezca; animoso para que se reporte; retórico, para que persuada; afable para que anime; limpio para que aliente; prudente para que disponga; grave sin pesadumbre, y ligero sin liviandad; que sepa sufrir necios, llevar trabajos y guardar secretos; no ha de ser muy mozo por la falta de experiencia; no muy viejo por la de memoria; no iracundo, no arrogante, no adulador, no avariento, no invidioso, no precipitado, no tímido ni tardo en el mal agudo, ni agudo en el mal tardo; y finalmente, siendo todas cosas para todos, requiere tener tantos noes, y carencia de pasiones muy asidas y usadas, y hallarse con tantos síes, y propiedades de las que se ven juntas en pocos, que como dice Galeno, importa, que los médicos sean semejantes a los ángeles”.
Muchos de estos consejos podrían considerarse sin duda vigentes y serían muy recomendables para estos tiempos grises que corren…
Diego de Aroza, en la que es su única obra, Tesoro de las excelencias y utilidades de la Medicina. Y espejo del prudente y sabio médico (1668), considerada como uno de los primeros textos de historiografía médica y ética profesional compuestos en España, ofrece también a los médicos unas normas que les sirvan de guía en su trabajo profesional. Proclama la importancia de las cualidades morales que deben adornar al buen médico y de cómo su comportamiento profesional ha de gobernarlo la prudencia y se acompañará esta virtud de saber y práctica; “el médico –afirma- para ejercer su facultad con método racional necesita la ciencia, y experiencia […]; el vulgo suele decir: Médico viejo, y Cirujano moço. Si bien, yo acostumbro a afirmar, que Médico viejo, hase de entender en ciencia, experiencia y prudencia, y no en la edad; y que la prudencia con la ciencia, suple mucho el defecto de la experiencia”. A estas condiciones deben acompañarle una serie de cualidades morales: “Para tener buen sucesso el Médico en curar sus enfermos, que es su fin, no sólo ha de ser científico, sino […] humilde y virtuoso”; “no sea envidioso”, “no sea soberbio”, sepa acudir al auxilio divino y como religioso no olvide guardar el secreto profesional. Esta enumeración la completa Diego de Aroza con unos consejos sobre su atuendo: “el médico sea moderado en el trage, de tal suerte, que ni vista de gala superfluamente, ni tampoco sea con demasiada escasez […] los enfermos no buscan en el Médico el adorno, sí el socorro”, y no olvide el profesional, concluye, que el vestido no otorga sabiduría.
Lope de Vega, resumiendo las cualidades que debía poseer el buen médico, escribió:
“Los médicos son buenos siendo honestos, / con canas y vergüenza, ciencia y años, / y con buena opinión entre la gente”.
En todo caso, parece que la práctica de la medicina la dificultaban envidias profesionales y una no despreciable competencia por los empíricos y hechiceros antes citados. El doctor don Jerónimo de Alcalá en su novela El donado hablador, vida y aventuras de Alonso, mozo de muchos amos (Madrid, 1624) se refiere a dos graves males que amargan la vida del médico: el primero, “las enemistades de los demás médicos, el procurar derribar los unos a los otros, la poca cortesía que algunos guardan en procurar aniquilar al compañero, para levantar de punto su opinión y letra”; el segundo la concurrencia de empíricos, brujos y hechiceros, ensalmadores y saludadores; preciso es añadir también, se cuida de advertir el autor a quien se nombra, el “no tener [el médico] hora segura de día ni de noche, fiesta ni Pascua para su descanso y quietud; cosa concedida al más trabajado oficial y al más vil sujeto esclavo”.
Hasta aquí el retrato ideal del médico que trazaron algunos profesionales del s. XVII. Otra cosa es la imagen que transmiten algunos testimonios de la época, acerca de quienes tenían a su cargo el quehacer sanitario. No fueron pocos los autores que criticaron de manera expresiva las actitudes, la jerga y el lenguaje pedante, el vestido y las formas y maneras afectadas de los médicos. La versión burlesca de la figura del médico fue una semblanza habitual en la literatura satírica del Siglo de Oro. Basten como ejemplo estas feroces líneas del Libro de todas las cosas y otras muchas más (1631), de don Francisco de Quevedo:
“Si quieres ser famoso médico, lo primero linda mula, sortijón de esmeralda en el pulgar, guantes doblados, ropilla larga y en verano sombrerazo de tafetán. Y en teniendo esto, aunque no hayas visto libro, curas y eres doctor; y si andas a pie aunque seas Galeno, eres platicante. Oficio docto, que su ciencia consiste en la mula”.
“La ciencia es ésta: dos refranes para entrar en casa; el ¿qué tenemos? ordinario venga el pulso, inclinar el oído, ¿ha tenido frío? Y si él dice que sí primero, decir luego: «Se echa de ver. ¿Duró mucho?» y aguardar que diga cuánto y luego decir: ¿Bien se conoce. Cene poquito escarolitas; una ayuda». Y si dice que no la puede recibir, decir: «Pues haga por recibilla». Recetar lamedores jarabes y purgas para que tenga que vender el boticario y que padecer el enfermo. Sangrarle y echarle ventosas; y hecho esto una vez, si durare la enfermedad, tornarlo a hacer, hasta que, o acabes con el enfermo o con la enfermedad. Si vive y te pagan di que llegó tu hora; y si muere di que llegó, la suya. Pide orines, haz grandes mencos, míralos a lo claro, tuerce la boca. Y sobre todo advierte que traigas grande barba, porque no se usan médicos lampiños y no ganarás un cuarto si no pareces limpiadera. Y a Dios y a ventura, aunque uno esté malo de sabañones, mándale luego confesar y haz devoción la ignorancia. Y para acreditarte de que visitas casas de señores apéate a sus puertas y entra en los zaguanes y orina y tórnate a poner a caballo; que el que te viere entrar y salir no sabe si entraste a orinar o no. Por las calles ve siempre corriendo y a deshora, porque te juzguen por médico que te llaman para enfermedades de peligro. De noche haz a tus amigos que vengan de rato ' en rato a llamar a tu puerta en altas voces para que lo oiga la vecindad: «Al señor doctor que lo llama el duque; que está mi señora la condesa muriéndose; que le ha dado al señor obispo un accidente» y con esto visitarás más casas que una demanda y te verás acreditado y tendrás horca y cuchillo sobre lo mejor del mundo”.
Como se ve, auténticamente corrosivo; las críticas, burlas y sátiras contra los médicos, -que contrastan con la elevada opinión que los profesionales tuvieron de sí mismo y del saber en que apoyaban su práctica-, atestiguan lo que pensaban amplios sectores de la sociedad española de la época.
Por eso, cuando algunos se quejan de la poca estima y escasa consideración en que supuestamente se encuentra la profesión médica en la actualidad, es oportuno recordar que hubo tiempos en que el mismo Calderón de la Barca llamó “asesinos familiares” a los médicos, y Quevedo “servidores de la muerte” y “ponzoñas graduadas”. Nada menos...
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