'A caballo entre la melancolía y el sarcasmo, entre el diario testimonial y la ficción narrativa’, desde la privilegiada atalaya de un atento observador, narrador distante y autocompasivo, no exento de un agudo sentido del humor y de cierta cáustica ironía. Así escribe Andrés Trapiello (AT) cada uno de los tomos de sus Diarios. Desde 'El gato encerrado' (1990) hasta 'Apenas sensitivo' (2011), Trapiello ha entregado casi puntualmente un título al año de lo que el denomina 'Salón de Pasos Perdidos. Una novela en marcha'. Y a pesar del tono cadencioso de permanente pesimismo antropológico que parece envolver cada nueva entrega, (17 por el momento), sus páginas desprenden una profunda humanidad y una honda ternura por los personajes que desfilan por ellas, con frecuencia identificados por unas simples iniciales. En última instancia, cabe rastrear en esta gran obra en construcción aquella declarada voluntad de H.G. Wells de mantener vigente la [aparentemente sencilla] aspiración a vivir en un mundo mejor.
En las páginas que transcribimos de uno de estos Diarios, AT da cuenta en primera persona de la visita a un especialista en Urología de su seguro privado. Aquejado de una ligera hipocondría, revestido -como él mismo reconoce- con cierta dosis de humor negro, que no pretende resultar ofensivo para los profesionales que retrata, resulta interesante y aleccionador comprobar la impresión y la imagen que en ocasiones se transmite…
De: La manía. Ed. Pre-Textos, Valencia, 2007. Págs. 235 a 239
(Dada la particular forma de elaboración de los Diarios que componen el singular Salón de los Pasos Perdidos, re-escritos según su autor unos cinco años más tarde a partir de las notas tomadas en el momento en que ocurren los hechos narrados, los que aquí aparecen corresponden al año 2001).
«La visita a un urólogo es un asunto que suele ir acompañado de toda clase de aprensiones. Siempre teme uno que por cualquiera de esos conductos podría entrarle a uno la decadencia más triste.
Iba lleno de miedos, inmovilizado por el pánico. En la sala de espera había dos o tres revistas del corazón de hacía lo menos seis meses. En una se hacía un gran despliegue de la muerte de un actor. Qué recordatorio tan oportuno, pensé. Se me quitaron las ganas de leer nada. Era un urólogo nuevo. El que había hecho las prospecciones de rigor en anteriores ocasiones había dejado de figurar en el cuadro de mi seguro médico. Caí en la cuenta de que desde la última revisión habían pasado cinco o seis años. El nuevo es un hombre joven y alto. El otro era comprimido y rechoncho, siempre con corbata. Parecía que los cuellos de la camisa le estuvieran pequeños y que iba a perecer asfixiado. El viejo nunca saludaba a los pacientes. Entraba directamente en la consulta y evacuaba sus preguntas a toda velocidad, como un jugador de ajedrez de partidas simultáneas. Tenía repartidos en diferentes habitaciones a sus pacientes con los pantalones caídos preparados para las prospecciones rectales, que ejecutaba como invirtuoso periodista de esos que escriben a máquina con un solo dedo. El nuevo era todo lo contrario. Al entrar yo se puso de pie y me tendió la mano por encima de la mesa. Era una mano muy grande, de dedos robustos y largos. Pensé que los tactos rectales serían dolorosos. Le expuse mi historial. Me escuchaba sin mirarme. Anotaba algunas cosas, mientras hablaba o posaba los ojos en algún objeto de su escribanía. Finalmente le conté que hasta entonces me veía el doctor Tal. Al oír ese nombre pareció volver a este mundo, y dijo con consternación:
-El doctor Tal murió hace tres años.
Me quedé de una pieza, no porque le tuviera uno especial aprecio, sino porque piensa uno que sus médicos nunca morirán antes que uno. Parecía además una persona saludable, y como tema de conversación me pareció más interesante que hablar de la próstata. Siempre pensé que alguna vez, por hacer un alarde, iba a ensanchar el cuello y lanzaría el botón de la camisa por los aires, estallado, para mostrarme todo su vigor. La primera vez que le vi me dijo que el episodio que me había llevado hasta allí era cosa frecuentísima y que la mayor parte de los hombres lo había padecido alguna vez. Como en su presencia estaba completamente trastornado, le pregunté con angustia si también le había sucedido a él algo parecido, y me miró sorprendido como si fuese idiota, y cambió de conversación sin responderme la que consideró seguramente una impertinencia. Cada vez que me veía me trataba lo más secamente que podía, quizá porque temiera que le preguntase cuánto ganaba o si le era infiel a su mujer o si llevaba la cuenta de en cuantos rectos había hecho indagaciones su dedo. El mío lo inspeccionaba en un cuartucho destartalado, que había sido laboratorio hacía lo menos veinte o treinta años. Se veían las mesas forradas de baldosines blancos, con sus fregaderos de mármol también blanco. Colgaban sobre ellos unos grifos especiales, como de gancho. Quedaba en una esquina un microscopio junto a un flexo. En ese cuarto almacenaban cajas con todo tipo de impresos, de papel de cartas y recambios de suministro doméstico, como bombillas y calderas que necesitaban la reparación. Nadie había vuelto a pintar las paredes y de los radiadores se levantaban los humeantes fantasmas de la desidia. Había colgadas aquí y allá unas láminas atroces, de propaganda de laboratorios farmacéuticos. Las últimas veces que nos vimos, yo iba directamente hacia ese cuarto destartalado, sin que me indicara nadie el camino, lo mismo que haría el borrego si le dieran la oportunidad de ir dos veces al matadero. Era un buen piso de la calle Padilla, algo que se llamaba Instituto Español de Urología. Había sido en su día el centro más importante de ese asunto. Era un piso con empaque, lleno de habitaciones y salones, pero en el que nadie, salvo en el laboratorio, había hecho la menor obra de adaptación para sus funciones. El despacho donde residía aquel médico estaba forrado de madera oscura. Tenía un mueble feo, para libros, pero no había libros en él. Y colgada una foto de Ramón y Cajal, seguramente de las que regalaban también los laboratorios farmacéuticos. Le asistía una enfermera que andaba por los noventa años, con párkinson, muy restaurada con maquillaje, y testaruda. Al andar meneaba la cabeza, y hablaba a voces, porque se había quedado sorda. Las primeras veces iba delante de mí para indicarme el camino, aunque al mismo tiempo iba gritando: ¡Ya sabes dónde es! ¡Vete quitándote los pantalones! Pasábamos por delante de algunas salas de espera donde aguardaban algunos hombres sitiados por la angustia. Me encerraba en aquel cuarto en el que había dos sillas, una delante del microscopio y otra en medio de la habitación. En el respaldo de esta el paciente, de pie, apoyaba las manos, durante el reconocimiento. La primera vez me vio con los pantalones puestos. No me había atrevido a quitármelos por si se agravaba mi dolencia con una corriente de aire frío. Le contrarió que no hubiese obedecido a la enfermera. Repitió la orden de una manera seca, al tiempo que me dio la espalda. Es de las cosas más humillantes que se le pueden decir a nadie. Mientras me desabrochaba el cinturón, se ponía él un guante de látex. Sólo uno. Se ve que a estas alturas era ya un hombre escéptico, práctico y descreído de la profesión. Esa primera vez fui a desabrocharme los zapatos, lo advirtió y me atajó cortante: No hace falta. Dejé los pantalones hechos un guiñapo en el suelo, enrollados a los tobillos.
Él, de espaldas a mí, hablaba para sí mismo en voz alta:
-Vamos a ver cómo tenemos esa próstata.
Le hablaba en realidad a la próstata, pero como si fuese una pobre criatura sin demasiado juicio.
Cuando quise darme cuenta lo tenía detrás de mí. Me ordenó inclinarme y apoyar las manos en el respaldo de la silla. Lo tenía todo estudiado. Los pantalones enrollados en mis tobillos impedían que tratara de salir corriendo. Y antes de que pudiera imaginarme cómo iban a suceder las cosas, noté una punzada que me traspasó el duodeno, hasta el esófago. El hombre movía el dedo con grandísima soltura, como si tratara de encontrar una avería en alguna parte, a ciegas, o como si buscara algo que se le hubiera perdido allí. Al fin comprendí adónde iba ese hombre cuando hablando con él en su despacho, el de la foto de Cajal, desaparecía unos minutos.
A partir de entonces y cada uno o dos meses tuvimos nuestras citas secretas, y así durante unos años. Y como en los últimos seis uno se encontró lo bastante bien cómo para olvidarse de sus dolencias y no sentir nostalgia de aquel sórdido cuarto trastero, dejó de ir.
De modo que cuando su sucesor me informó que el hombre había muerto, sentí algo bien extraño. Pensé que ese médico me había llegado a conocer por dentro como nadie en este mundo, algo que sólo con humor, y humor negro, podría ser relatado. Fueron sentimientos encontrados los que tuve. Pensé que quizá esa muerte diera más prolongación a mi vida, y me alegré de una manera mezquina, no por su muerte, sino porque mi vida se beneficiaba de una ridícula estadística: no creo que se hayan dado tantos casos de pacientes que en un breve plazo de tiempo hayan seguido a su viejo urólogo al otro barrio.
El nuevo era mucho más atento, y trató de tranquilizarme asegurándome que aunque se tratara de un cáncer, el cáncer de próstata no era ya lo que fue y su desarrollo es tan lento como para no morirse de eso hasta pasados veinticinco años. Eché mentalmente las cuentas y quedé bastante conforme. Él decía, ánimo, esto no es nada. Y llenaba alegremente los volantes para el ecógrafo y el hematólogo. Cumplimentaba aquellas papeletas como si fuesen una quiniela. Todos los síntomas que tenía al entrar desaparecieron como por ensalmo al salir. Creo que el miedo es con toda probabilidad un eminente terapeuta en algunas dolencias menores.»
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De la descripción de AT se desprende cierta despersonalización, cosificación del paciente, (o personificación de los órganos y de la enfermedad: “…le hablaba en realidad a la próstata”), y una escasa profesionalidad. El médico transmite la idea de “…un hombre escéptico, práctico y descreído de la profesión”. Afortunadamente, el ‘nuevo urólogo’ es identificado como alguien más atento, cortés y educado y, sobre todo, más comunicativo.
No puede decirse que el panorama descrito sea demasiado satisfactorio en lo que se refiere al tipo de relación médico paciente más deseable. Así ocurre al menos con el ‘viejo urólogo’ y la –suponemos- auxiliar, a quien identifica con una enfermera: trato poco cordial y educado, descortés y distante en un entorno frío y poco amable. Esto no deja de ser algo poco habitual en la sanidad privada, tradicionalmente más atenta a los detalles y aspectos propios de la ‘calidad percibida’. En el último Barómetro Sanitario publicado, realizado por el CIS para el Ministerio de Sanidad, y correspondiente a 2010, el trato personal, la rapidez en ser atendido y el confort de las instalaciones eran precisamente los aspectos mejor valorados de la sanidad privada en relación con la pública, que llevarían a los ciudadanos a elegir una u otra:
Con respecto a los motivos por los que la gente puede elegir un servicio sanitario público o uno privado, en su caso particular, y siempre en el caso de que usted pudiese elegir, ¿elegiría un servicio sanitario público o uno privado teniendo en cuenta…?
Fuente: Barómetro Sanitario. MSPSI, 2010
En fin, toda una experiencia de la que también se pueden extraer lecciones y aprender…
[Andrés Trapiello tiene su propia página web: y un excelente blog: Hemeroflexia, al que denomina almanaque, en el que va incorporando sus reflexiones y muchas de sus colaboraciones periodísticas al hilo de la actualidad. Muy recomendable. Y en un castellano rico, luminoso y transparente].
El viejo nunca saludaba a los pacientes. Entraba directamente en la consulta y evacuaba sus preguntas a toda velocidad, como un jugador de ajedrez de partidas simultáneas. Tenía repartidos en diferentes habitaciones a sus pacientes con los pantalones caídos preparados para las prospecciones rectales, que ejecutaba como invirtuoso periodista de esos que escriben a máquina con un solo dedo day phun xam
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