Portada del disco de Supertramp Crisis? What Crisis? (1975)
Este era el (aparatoso) titular del diario digital: “…la emancipación femenina, la extensión de la educación y la longevidad ponen en riesgo el Estado de Bienestar.”
Cierta profesora de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED escribe en el último número de la revista Cuadernos de Pensamiento Político que edita la fundación FAES , que los países con más prestaciones sociales no son competitivos y que "no se deben identificar derechos con prestaciones". Desde planteamientos que solo cabe tildar como reduccionistas y economicistas en exceso, sostiene que la incorporación de la mujer al mercado laboral ha provocado el retraso de la nupcialidad, un descenso de la natalidad y, por lo tanto, "una reducción de contribuyentes" futuros. Además, añade, las mujeres han dejado de ocuparse de manera fundamental "de los miembros más vulnerables" de la familia, niños, enfermos y ancianos (es decir, han dejado de ser la mano de obra principal para trabajar como ‘cuidadoras informales’ de las personas en situación de dependencia). Esto ha provocado a su vez "un aumento de la inestabilidad estructural de las familias" y la exigencia al Estado de que se encargue de llevar a cabo estas funciones.
En un artículo publicado a finales de 2011 en el diario Expansión (Qué bienestar y a qué precio), la autora ya apuntaba:
“¿Cuáles de aquellas funciones que cumple el Estado son prioritarias desde la perspectiva del bienestar social? ¿Cómo garantizamos la sostenibilidad de las correspondientes prestaciones proporcionando el acceso más amplio y la mejor calidad posibles? ¿Qué nivel de impuestos y cotizaciones estamos dispuestos a aceptar para que el Estado asuma otras funciones sociales?”
En su opinión, los Estados de Bienestar surgidos en Europa tras la Segunda Guerra Mundial albergan en su seno el germen de su propia destrucción al haber conseguido "éxitos sociales de primera magnitud" pero con unos altísimos costes. El aumento de la esperanza de vida hace que los ancianos vivan más años y "presionan al alza el gasto en pensiones y también, aunque en menor medida, el gasto sanitario y el dedicado a otras prestaciones sociales". A todo ello se uniría que la "amplia oferta educativa pública y subvencionada" ha supuesto "una ganancia agregada en cualificación de mano de obra" en una economía que no se ha sabido adaptar a dicho mercado de trabajo, "lo cual ha originado con frecuencia desempleo y sobrecualificación".
Con una particular interpretación histórica, ciertamente pintoresca, explica que los Estados de Bienestar “nacieron con carácter coyuntural, no permanente, como respuesta a la situación económica, política, social y demográfica posterior a la Segunda Guerra Mundial ”, que nada tiene que ver con la situación actual a pesar de la crisis. Además , -insiste- con los años, “se ha tendido a identificar derechos sociales con prestaciones sociales” y asistenciales, con subsidios y pensiones. Así, el aumento o la mejora de una prestación se presenta como una ampliación de derechos sociales y, siguiendo esa lógica, la reducción o eliminación de una prestación se denuncia “como la vulneración de los derechos sociales, un deterioro de la ciudadanía y, a la postre, de la calidad de la democracia.”
En definitiva, aun reconociendo que los Estados de Bienestar “han procurado logros sociales (…), desafían su propia sostenibilidad”, es decir, todo ello ha redundado “en un aumento de la carga fiscal, amenazando el mantenimiento de su oferta de servicios y prestaciones”. La profesora amparada por la FAES llega más lejos al afirmar que es “una triste certeza” que las economías de los Estados del Bienestar tienen “desventajas competitivas” frente a otras “desreguladas y menos protegidas socialmente”, por lo que se hace necesario, a su juicio, introducir “ajustes” de manera tal “que se cumplan funciones sociales primordiales sin sofocar el crecimiento económico y la creación de empleo, y sin hipotecar el progreso del conjunto de la sociedad”. [Desconocemos cual es el tipo de progreso social y a qué tipo de sociedad se refiere… ¿tal vez el enormemente competitivo modelo de Bangladesh, tan atractivo porque tiene el sueldo mínimo más bajo del mundo (29 € al mes), resultaría más adecuado y deseable?].
La permanente y supuesta crisis de ese denostado Estado de Bienestar que incluye el conjunto de políticas sociales públicas con las que el Estado moderno intenta dar respuesta a las necesidades más relevantes de la ciudadanía, -singularmente educación, sanidad, pensiones, protección por desempleo, etc.-, es un tema recurrente. De manera periódica desde hace varias décadas, y (casi) siempre desde posiciones conservadoras y conspicuos sectores neoliberales, se viene anunciando su teórica quiebra y la inevitable crisis del mismo. Con la excusa del elevado coste que supone, a la vez que se le atribuye actuar como freno o barrera para el desarrollo económico, se repite constantemente que los Estados se están gastando mucho más de lo que pueden hacerlo. Pero debajo de esas continuas apelaciones y llamadas a la austeridad lo que realmente subyace es un ataque ideológico a las políticas de bienestar.
La reiterada insistencia en lo gravoso que resulta la financiación de las políticas de bienestar o de protección social pretende instalar en la opinión pública y en la conciencia ciudadana el convencimiento de que solo hay una salida posible, la de reducir el gasto, sin considerar apenas las posibilidades de aumentar los ingresos (lo que no deja de resultar sangrante en un país como el nuestro en el que las rentas del trabajo aportan más del doble que las rentas del capital). Suelen olvidarse, además, las importantes externalidades económicas (positivas) que produce en la economía nacional la existencia de una Estado de Bienestar fuerte.
Un enfoque y una perspectiva miopes que olvidan o dejan de lado de forma interesada que el Estado de Bienestar constituye uno de los logros más significativos de las sociedades y de los Estados modernos, una ‘conquista’ y un auténtico fenómeno de civilización. En sus diferentes formas y modelos, ha conseguido hacer frente a la tiranía de las situaciones de riesgo, protegiendo a millones de ciudadanos de la miseria y la pobreza, del sufrimiento, la enfermedad, el desempleo, la vejez o la ignorancia, contribuyendo a la paz social (para muchos su aportación más importante) y a la corrección de las (injustas) desigualdades sociales.
Con todas sus dificultades y problemas, a pesar de los ataques y de las pretendidas justificaciones teóricas acerca de su imposible sostenibilidad, lo cierto es que la supervivencia y longevidad de los Estados de Bienestar (sea cual sea su formulación práctica), permite identificar propuestas, orientaciones y enseñanzas que siguen siendo útiles para la posible aplicación del modelo en otros contextos y realidades.
En resumen, el bienestar social no puede considerarse únicamente como el resultado agregado de una serie de bienes económicos, ni puede quedar solo en manos del mercado como proveedor de servicios porque se produce una inevitable fractura por la implacable lógica inherente al propio mercado. Esta no es otra que el criterio (casi exclusivo) de la rentabilidad y del beneficio, olvidando otros valores como la solidaridad, la equidad, la cohesión social o la justicia distributiva.
Con mucha frecuencia, detrás de algunos de los discursos supuestamente técnicos, académicos o profesionales, revestidos de un aparente rigor y neutralidad, se esconde en ocasiones una ideología profundamente reaccionaria, insolidaria y retrógrada...
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