Creo que fue mi amigo Joaquín Chacón quien me habló por primera vez de Slawomir Mrożek, y me recomendó alguno de sus libros. Su condición de autor poco conocido, dramaturgo y también dibujante de comics, con un nombre tan impronunciable, le añadía además cierto atractivo misterioso y exótico. Enseguida reconocí en sus textos la familiaridad de los cuentos y microrrelatos de Augusto Monterroso, Giorgio Manganelli y otros ilustres maestros representantes de la ‘literatura breve’. La ironía cáustica, el surrealismo, la sátira irreverente y el humor negro e incorrecto del absurdo son (eran) algunas de las señas de identidad de este autor polaco, autoexiliado durante muchos años, que vivió en Italia, Alemania, Francia, y México, y murió en Niza el pasado 15 de agosto.
Reconocido
en todo el mundo, sobre todo como autor teatral, su obra narrativa era
prácticamente desconocida en nuestro país hasta finales de los años 90’s en que
comenzó a publicarse por Acantilado. Con motivo de su octogésimo
cumpleaños, la editorial publicó un pequeño opúsculo con ilustraciones del propio autor, que incluye uno de sus cuentos, una entrevista y un par de elogiosas
reseñas.
¿Acaso yo también habré de morir a causa
de ello?»
Por alguna curiosa y extraña asociación de ideas este relato me ha recordado al anatomista y fisiólogo Marie François Xavier Bichat quien, a principios del siglo XIX, escribía en sus Investigaciones fisiológicas sobre la vida y la muerte (1800):
En
“La vida difícil”, uno de los libros
recopilatorios de sus cuentos, incluye esta breve narración, que transcribimos a
modo de pequeño homenaje:
LA EPIDEMIA
«Mientras fui niño, e incluso joven, no
sospeché nada. Tal vez no me hablaron de ello para no asustarme. Pero más tarde
lo descubrí y ahora ya sé con toda seguridad que en el mundo se propaga una
extraña peste.
El cólera, el tifus y otras plagas tienen sus
nombres y sus síntomas. No se las mantiene en secreto. Cuando se produce una de
estas epidemias, todo el mundo habla de ello y se produce un gran alboroto. Sin
embargo -y es justamente esto lo más curioso-, los enfermos que contraen esos
males se curan, no muchos, pero algunos sí, lo cual quiere decir que esas enfermedades
no son mortales de necesidad. En cambio, la que he descubierto yo, mata sin
remedio. Desde tiempos inmemoriales nadie, absolutamente nadie, la ha
sobrevivido. Y sin embargo no se habla de ella, y cuando se habla, no se la
llama por su nombre. ¿Acaso será porque nadie sabe cómo se llama? ¿Y porque ni
tan sólo se conocen sus síntomas?
El cólera o el tifus aparecen de cuando
en cuando y entonces todo el mundo tiene muchos conocidos que los contraen,
pero después, durante decenas de años, no encuentras a nadie que enferme de
tifus o de cólera. Ni aún buscándolo con candil. En cambio, la extraña peste de
la que estoy hablando hace estragos siempre y sin parar. A medida que pasa el
tiempo cada vez hay más conocidos tuyos que al parecer la padecieron y que a
consecuencia de ella han acabado bajo tierra.
De modo que comienzo a sospechar que
tiene algo que ver con el tiempo, lo que se puede apreciar muy bien en el caso
de mi abuelo. Cuando era joven, vivía. Y también durante su mediana edad. Pero
pasaron unos años más y ¿qué queréis? Ya no está. Simplemente está muerto. ¿Por
qué vivió mientras era joven y más tarde ya no? ¿Por qué no al revés? Tiene que
haber en ello una razón profunda.
Slawomir
Mrożek
Si lo miramos con una perspectiva más
amplia, la relación entre el tiempo y la peste se dibuja aún más nítidamente.
Por ejemplo, ni un hombre, repito, ni uno solo de los nacidos antes de la
primera mitad del siglo pasado sigue aún vivo. Es una regla absoluta. Fuera de
cierto límite, la cantidad de años ya no tiene importancia. Respecto a los que
murieron hace quinientos años estamos igualmente seguros de que ya no viven,
como respecto a los que murieron hace quinientos setenta y tres o hace mil
años. Sólo hasta cien años podemos todavía diferenciar algo. Sí,
indudablemente, el tiempo tiene algo que ver con ello.
Así que se debería dar la voz de alarma,
tal vez salir a la calle y echarse a gritar. En muchas ocasiones he sentido la
tentación de hacerlo, además es obligación de todo individuo dar la voz de
alarma si descubre un peligro público. Avisar, gritar en voz alta, indicarlo.
La sociedad debería consolidarse y enfrentarse unida a la amenaza. No sé cómo…
Para eso tenemos gobiernos, partidos políticos y, en fin, toda la organización
social. Pero cada vez que salgo a la calle, no me sale la voz de la garganta. Tengo la
sensación de que existe una conspiración de silencio. Y que cuando comience, me
tomarán por loco, aunque saben perfectamente que lo que yo grite será la pura
verdad. Y sólo fingen que no saben nada y no dejarán a nadie hablar de ello en
voz alta. ¿Será un complot o qué? ¿Una confabulación? Pero una confabulación,
¿con quién?, ¿con la peste? Esto no me cabe en la cabeza.
De modo que no tengo más remedio que
pensar yo mismo sobre las medidas preventivas. Porque poco a poco comienza a
brotar en mí la sospecha de que todo eso no se refiere sólo a conocidos o
desconocidos míos, a gente que había existido y que ya no existe, a quienes
están ahora y más tarde no estarán. Porque, ¿qué pasa si yo mismo estoy
amenazado? Antes me parecía imposible, simplemente no pensaba en ello. Pero
ahora…
Porque estoy vivo, y en eso precisamente
debe consistir esta enfermedad. Sí seguramente en eso.
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Por alguna curiosa y extraña asociación de ideas este relato me ha recordado al anatomista y fisiólogo Marie François Xavier Bichat quien, a principios del siglo XIX, escribía en sus Investigaciones fisiológicas sobre la vida y la muerte (1800):
«Se busca la definición de la vida en
ciertas consideraciones abstractas; y a mi parecer solo se encontrará en este principio general: la vida es el
conjunto de funciones que resisten a la muerte.»
En
fecha más cercana alguien dijo, con no poca ironía y un punto de escepticismo e
inquietud metafísica con los que Mrożek
sin duda se hubiera identificado, que la
vida es una enfermedad hereditaria, que se transmite sexualmente, de curso
bastante incierto, incurable y mortal…
En
fin, uno de sus cuentos más celebrados es La revolución en el que se basa un estupendo cortometraje de 2002 galardonado con numerosos
premios, dirigido por Juan Pablo Martín Rosete e interpretado por Miguel Rellán:
“Cuando trates de hacer una revolución, nunca llames a un banquero, llama a un
poeta, pero ten por seguro que vas a necesitar la fuerza.”
In Memoriam Slawomir Mrożek.
In Memoriam Slawomir Mrożek.
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