Caja registradora antigua by Zazzle.es
Partimos
de la premisa básica de que la financiación de la sanidad pública, como uno de
los componentes principales del Estado del Bienestar, debe ser una
responsabilidad social, es decir, entre todos se deben sufragar los costes de
atender a los enfermos. Es un modelo social y político que, desde un punto de
vista ético, responde a la idea de que todos somos responsables del bienestar
de cada uno de los miembros de la comunidad: se basa en la solidaridad mutua.
Este es el sentido de financiar de forma colectiva la asistencia sanitaria, con
cargo a los Presupuestos Generales del Estado, y de mantener su carácter
público, universal y la gratuidad de sus prestaciones (pues, de una u otra
forma, todos pagamos impuestos).
Toda
esta (triste) historia de actualidad sobre los copagos sanitarios comienza hace
ya casi dos años, con la aprobación del Real Decreto ley 16/2012 del 20 de abril, de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y mejorar la
calidad y seguridad de sus prestaciones. Esta norma estableció que, por
primera vez, los jubilados iban a tener que pagar por sus medicinas (el 10% con
topes de 8, 18 o 60 euros mensuales en función de la renta). Los trabajadores
en activo, que ya abonaban el 40%, incrementaban también su aportación, que
podría llegar al 60 % en función de la renta.
El
Real Decreto ley suprimió el carácter universal de la asistencia sanitaria al
limitar el acceso a la sanidad a los inmigrantes en situación irregular y
avanzó que los enfermos iban a tener que aportar una parte del coste de las
prótesis, los dietoterápicos y el transporte sanitario no urgente.
Poco
después, el RD 1506/2012, de 2 de noviembre, estableció el importe que habría que pagar por las prótesis. Los pensionistas
que necesitaran un aparato ortoprotésico, de sillas de ruedas a bastones,
prótesis o implantes, abonarían un 10% de su importe. El resto de asegurados,
en función de sus ingresos.
A
diferencia de los impuestos generales cuyo destino y finalidad inicial es
inespecífica, la participación del usuario en el coste de los servicios
públicos a través de precios públicos, “tiques moderadores” o copagos se
relaciona de forma directa con los pagos realizados y el servicio recibido, es
decir con el beneficio derivado de la utilización del servicio público de que
se trate.
El
copago sanitario puede definirse pues como la participación directa del paciente en parte del
coste de los servicios sanitarios en el momento de utilizarlos. El copago se
plantea como una alternativa de financiación y de racionalización de los gastos
sanitarios relativos a la corresponsabilidad financiera del usuario en los
servicios sanitarios. Supone compartir los costes del servicio entre dos
partes: el usuario y el Estado o asegurador. El copago, además de perseguir
recaudar fondos para contribuir a la financiación de la sanidad y sostener el
sistema sanitario, se propone también como una herramienta disuasoria para
eliminar (o disminuir) el consumo abusivo e innecesario, que no aporta salud
pero genera costes, y reducir así la demanda.
El
objetivo recaudatorio no corresponde (o no debiera corresponder) al sistema de
salud (para eso ya está el sistema fiscal), por lo que el objetivo principal de
los copagos, y su gran reto, consiste en mejorar la eficiencia global, es decir
reducir la utilización innecesaria sin afectar a la salud de los pacientes y de
las poblaciones, tanto a corto como a largo plazo. A nivel individual del
paciente, el objetivo de los copagos es evitar abusos (uso innecesario) que se
pueden producir si el paciente no paga por los servicios que utiliza.
En
un artículo publicado hace ya unos años en la revista AMF José Ramón Repullo (@repunomada) comentaba que, en
general, los copagos son muy apreciados por las instituciones económicas,
políticos liberales y algunos ilustres economistas representantes de la ‘ciencia lúgubre’, que son en general contrarios al ‘coste cero’ de los servicios públicos
personales; pero también son apoyados por muchos médicos y gestores sanitarios, como
una medida para intentar manejar (reducir) la creciente y supuestamente caprichosa
demanda de los usuarios.
Sin
embargo, las razones y argumentos habitualmente utilizados (financieros, de
eficiencia y psicológicos o disuasorios) son débiles y no aconsejan un uso indiscriminado
de los copagos sanitarios ya que pueden provocar efectos indeseables sobre la
equidad y la eficiencia del sistema. Por ello, cualquier política que se proponga
en este sentido debería asumir la carga de la prueba de que los presuntos beneficios
a conseguir superan a las desventajas.
Hay alternativas previas que
deben explorarse para mejorar la eficiencia y racionalizar los servicios
sanitarios que pueden ser mucho más efectivas que los copagos: puesto que la
mayor parte de las decisiones de consumo sanitario (pruebas y exploraciones,
prescripciones, etc.) son tomadas por los médicos, lo más razonable para
reducir el uso inapropiado sería contar con el compromiso y participación de
los propios facultativos que lo indican o prescriben mediante la incorporación
de políticas de incentivos, información, sistemas de gestión clínica, etc.
Como
es conocido, la última vuelta de tuerca en la deriva ‘economicista’ del Ministerio
de Sanidad ha sido la ampliación del copago a una serie de fármacos que eran dispensados gratuitamente en los hospitales y
que afecta a un número importante de pacientes con enfermedades crónicas de
larga duración. La inoportuna medida, calificada por algún responsable
sanitario como “una feliz idea”, es en realidad una ocurrencia de dudosa eficacia y escasa utilidad, habiendo
cosechado un rechazo bastante generalizado, prácticamente unánime, por parte de
CCAA, pacientes y profesionales. (El portavoz del Gobierno vasco llegó a calificarla como un auténtico “disparate desde el punto de vista
humano, sanitario y administrativo"). Este copago hospitalario afecta a 43
fármacos, en 157 presentaciones, que toman enfermos crónicos y graves (cáncer
de próstata, de pulmón, mama o renal; hepatitis C; diversas leucemias; artritis
reumatoide; psoriasis...). Se les cobra el 10% del precio del envase, con un
tope de 4,26 euros, habiéndose convertido en un auténtico “impuesto a la
enfermedad” ya que no cumple ninguno de los objetivos citados, recaudatorio o
disuasorio. Por un lado los pacientes que toman estas medicinas, prescritas por
sus médicos, no deciden si deben tomarlas o no y por otro, el coste de poner en
marcha un sistema de cobro o facturación puede ser incluso superior a lo que se
espera recaudar.
Con
respecto al supuesto ahorro global en el gasto farmacéutico, los estudios realizados hasta ahora vienen a
demostrar que el 80% de su reducción sería imputable al efecto del copago, es
decir a un cambio de financiador: en lugar de pagar el Sistema Nacional de
Salud paga el usuario/paciente, (en un gran porcentaje atribuible a
pensionistas con bajo poder adquisitivo); sólo el 20% sería atribuible a una
disminución de la dispensación de recetas, (aunque, como sabemos, el que se
expidan menos recetas no siempre conlleva un menor gasto, pues los medicamentos
prescritos pueden ser más caros). Esto confirma una vez más que el efecto
disuasorio de los copagos en sanidad es indiscriminado y, por lo tanto, más
injusto e inefectivo. Lo más preocupante, además, es que la literatura
existente demuestra que el copago afecta por igual a los tratamientos de valor
como a los de más dudosa utilidad. Esto supone que afectan tanto al consumo de
los medicamentos menos necesarios como al de los más efectivos y necesarios,
ocasionando potenciales efectos negativos sobre la salud.
No
parece que la evolución
que se observa en los indicadores de gasto farmacéutico esté contribuyendo a la
tan cacareada sostenibilidad del modelo sanitario, sino que está sirviendo más
bien a hacer pasar estrecheces al sistema y a algunos de los usuarios que más
lo necesitan. Como se ha descrito en algunos estudios sobre su impacto, a medio y largo plazo, los copagos son un
instrumento poco útil para estabilizar el crecimiento del gasto farmacéutico.
Sea
como fuere, resulta más que evidente el notable grado de alboroto, confusión y
descoordinación en este asunto: no solo algunas comunidades gobernadas por el
partido del Gobierno acuden a los tribunales para evitar la aplicación de esa “feliz idea” del
copago, sino que en Castilla-La Mancha, la propia secretaria general del PP, que
preside la Comunidad, en vez de solicitar la retirada de la medida, ha
anunciado que la Junta de Comunidades se hará cargo o devolverá a sus
ciudadanos el importe del copago de los fármacos hospitalarios.
A
esta serie de despropósitos se añade las últimas noticias conocidas de que, finalmente, el Ministerio ha descartado que
se vayan a fijar nuevas aportaciones a los usuarios en la prestación
ortoprotésica, dietoterápica o para el transporte sanitario no urgente, (tal y
como anunciara en su día el ya citado RDL 16/ 2012), tras conocer un dictamen del Consejo de Estado de noviembre pasado que ponía en duda y echaba por tierra el supuesto ahorro
que el Ministerio esperaba conseguir con la medida. En su diseño, el proyecto inicial contemplaba la
imposición de un pago de cinco euros por cada trayecto en ambulancia (con un límite
mensual en función de la renta) de pacientes que, por ejemplo, acuden a
diálisis o a rehabilitación…
Por
otro lado, cuando se dice -a veces como mera justificación- que en la mayoría
de los países de la Unión Europea se aplican diferentes tipos de copago en la asistencia sanitaria hay que
advertir de la diversidad de contextos de los sistemas sanitarios y de las
formas tan distintas que estas políticas pueden adoptar, sumadas a otras
medidas concurrentes. Ello aconseja mucha prudencia a la hora de realizar
comparaciones o intentar trasladar resultados y conclusiones precipitadas a
sistemas de salud muy diferentes, sin llevar a cabo estudios o evaluaciones
rigurosas y una planificación y diseño cuidadosos cuando se pretendan
introducir medidas de costes compartidos en la asistencia sanitaria.
Sería
deseable una cierta coherencia y sobre todo algo más de prudencia y sentido común
ante esta política sanitaria a la que, como poco, cabe calificar de poco seria,
errática, disparatada y esperpéntica, dominada por gentes a las que bien podría
aplicárseles aquella sentencia de Jonathan Swift en la que advertía: “Algunas personas son más cautas en ocultar
su sabiduría que su torpeza.”
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