martes, 14 de enero de 2014

Sobre copagos y ‘costes compartidos’

                                                                                                                 Caja registradora antigua by Zazzle.es

Partimos de la premisa básica de que la financiación de la sanidad pública, como uno de los componentes principales del Estado del Bienestar, debe ser una responsabilidad social, es decir, entre todos se deben sufragar los costes de atender a los enfermos. Es un modelo social y político que, desde un punto de vista ético, responde a la idea de que todos somos responsables del bienestar de cada uno de los miembros de la comunidad: se basa en la solidaridad mutua. Este es el sentido de financiar de forma colectiva la asistencia sanitaria, con cargo a los Presupuestos Generales del Estado, y de mantener su carácter público, universal y la gratuidad de sus prestaciones (pues, de una u otra forma, todos pagamos impuestos).

Toda esta (triste) historia de actualidad sobre los copagos sanitarios comienza hace ya casi dos años, con la aprobación del Real Decreto ley 16/2012 del 20 de abril, de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones. Esta norma estableció que, por primera vez, los jubilados iban a tener que pagar por sus medicinas (el 10% con topes de 8, 18 o 60 euros mensuales en función de la renta). Los trabajadores en activo, que ya abonaban el 40%, incrementaban también su aportación, que podría llegar al 60 % en función de la renta.

El Real Decreto ley suprimió el carácter universal de la asistencia sanitaria al limitar el acceso a la sanidad a los inmigrantes en situación irregular y avanzó que los enfermos iban a tener que aportar una parte del coste de las prótesis, los dietoterápicos y el transporte sanitario no urgente.

Poco después, el RD 1506/2012, de 2 de noviembre, estableció el importe que habría que pagar por las prótesis. Los pensionistas que necesitaran un aparato ortoprotésico, de sillas de ruedas a bastones, prótesis o implantes, abonarían un 10% de su importe. El resto de asegurados, en función de sus ingresos.

A diferencia de los impuestos generales cuyo destino y finalidad inicial es inespecífica, la participación del usuario en el coste de los servicios públicos a través de precios públicos, “tiques moderadores” o copagos se relaciona de forma directa con los pagos realizados y el servicio recibido, es decir con el beneficio derivado de la utilización del servicio público de que se trate.

El copago sanitario puede definirse pues como la participación directa del paciente en parte del coste de los servicios sanitarios en el momento de utilizarlos. El copago se plantea como una alternativa de financiación y de racionalización de los gastos sanitarios relativos a la corresponsabilidad financiera del usuario en los servicios sanitarios. Supone compartir los costes del servicio entre dos partes: el usuario y el Estado o asegurador. El copago, además de perseguir recaudar fondos para contribuir a la financiación de la sanidad y sostener el sistema sanitario, se propone también como una herramienta disuasoria para eliminar (o disminuir) el consumo abusivo e innecesario, que no aporta salud pero genera costes, y reducir así la demanda.

El objetivo recaudatorio no corresponde (o no debiera corresponder) al sistema de salud (para eso ya está el sistema fiscal), por lo que el objetivo principal de los copagos, y su gran reto, consiste en mejorar la eficiencia global, es decir reducir la utilización innecesaria sin afectar a la salud de los pacientes y de las poblaciones, tanto a corto como a largo plazo. A nivel individual del paciente, el objetivo de los copagos es evitar abusos (uso innecesario) que se pueden producir si el paciente no paga por los servicios que utiliza.

En un artículo publicado hace ya unos años en la revista AMF José Ramón Repullo (@repunomada) comentaba que, en general, los copagos son muy apreciados por las instituciones económicas, políticos liberales y algunos ilustres economistas representantes de la ‘ciencia lúgubre’, que son en general contrarios al ‘coste cero’ de los servicios públicos personales; pero también son apoyados por muchos médicos y gestores sanitarios, como una medida para intentar manejar (reducir) la creciente y supuestamente caprichosa demanda de los usuarios.

Sin embargo, las razones y argumentos habitualmente utilizados (financieros, de eficiencia y psicológicos o disuasorios) son débiles y no aconsejan un uso indiscriminado de los copagos sanitarios ya que pueden provocar efectos indeseables sobre la equidad y la eficiencia del sistema. Por ello, cualquier política que se proponga en este sentido debería asumir la carga de la prueba de que los presuntos beneficios a conseguir superan a las desventajas.

Hay alternativas previas que deben explorarse para mejorar la eficiencia y racionalizar los servicios sanitarios que pueden ser mucho más efectivas que los copagos: puesto que la mayor parte de las decisiones de consumo sanitario (pruebas y exploraciones, prescripciones, etc.) son tomadas por los médicos, lo más razonable para reducir el uso inapropiado sería contar con el compromiso y participación de los propios facultativos que lo indican o prescriben mediante la incorporación de políticas de incentivos, información, sistemas de gestión clínica, etc.

Como es conocido, la última vuelta de tuerca en la deriva ‘economicista’ del Ministerio de Sanidad ha sido la ampliación del copago a una serie de fármacos que eran dispensados gratuitamente en los hospitales y que afecta a un número importante de pacientes con enfermedades crónicas de larga duración. La inoportuna medida, calificada por algún responsable sanitario como “una feliz idea”, es en realidad una ocurrencia de dudosa eficacia y escasa utilidad, habiendo cosechado un rechazo bastante generalizado, prácticamente unánime, por parte de CCAA, pacientes y profesionales. (El portavoz del Gobierno vasco llegó a calificarla como un auténtico “disparate desde el punto de vista humano, sanitario y administrativo"). Este copago hospitalario afecta a 43 fármacos, en 157 presentaciones, que toman enfermos crónicos y graves (cáncer de próstata, de pulmón, mama o renal; hepatitis C; diversas leucemias; artritis reumatoide; psoriasis...). Se les cobra el 10% del precio del envase, con un tope de 4,26 euros, habiéndose convertido en un auténtico “impuesto a la enfermedad” ya que no cumple ninguno de los objetivos citados, recaudatorio o disuasorio. Por un lado los pacientes que toman estas medicinas, prescritas por sus médicos, no deciden si deben tomarlas o no y por otro, el coste de poner en marcha un sistema de cobro o facturación puede ser incluso superior a lo que se espera recaudar.

Con respecto al supuesto ahorro global en el gasto farmacéutico, los estudios realizados hasta ahora vienen a demostrar que el 80% de su reducción sería imputable al efecto del copago, es decir a un cambio de financiador: en lugar de pagar el Sistema Nacional de Salud paga el usuario/paciente, (en un gran porcentaje atribuible a pensionistas con bajo poder adquisitivo); sólo el 20% sería atribuible a una disminución de la dispensación de recetas, (aunque, como sabemos, el que se expidan menos recetas no siempre conlleva un menor gasto, pues los medicamentos prescritos pueden ser más caros). Esto confirma una vez más que el efecto disuasorio de los copagos en sanidad es indiscriminado y, por lo tanto, más injusto e inefectivo. Lo más preocupante, además, es que la literatura existente demuestra que el copago afecta por igual a los tratamientos de valor como a los de más dudosa utilidad. Esto supone que afectan tanto al consumo de los medicamentos menos necesarios como al de los más efectivos y necesarios, ocasionando potenciales efectos negativos sobre la salud.

No parece que la evolución que se observa en los indicadores de gasto farmacéutico esté contribuyendo a la tan cacareada sostenibilidad del modelo sanitario, sino que está sirviendo más bien a hacer pasar estrecheces al sistema y a algunos de los usuarios que más lo necesitan. Como se ha descrito en algunos estudios sobre su impacto, a medio y largo plazo, los copagos son un instrumento poco útil para estabilizar el crecimiento del gasto farmacéutico.

Sea como fuere, resulta más que evidente el notable grado de alboroto, confusión y descoordinación en este asunto: no solo algunas comunidades gobernadas por el partido del Gobierno acuden a los tribunales para evitar la aplicación de esa “feliz idea” del copago, sino que en Castilla-La Mancha, la propia secretaria general del PP, que preside la Comunidad, en vez de solicitar la retirada de la medida, ha anunciado que la Junta de Comunidades se hará cargo o devolverá a sus ciudadanos el importe del copago de los fármacos hospitalarios. 

A esta serie de despropósitos se añade las últimas noticias conocidas de que, finalmente, el Ministerio ha descartado que se vayan a fijar nuevas aportaciones a los usuarios en la prestación ortoprotésica, dietoterápica o para el transporte sanitario no urgente, (tal y como anunciara en su día el ya citado RDL 16/ 2012), tras conocer un dictamen del Consejo de Estado de noviembre pasado que ponía en duda y echaba por tierra el supuesto ahorro que el Ministerio esperaba conseguir con la medida. En su  diseño, el proyecto inicial contemplaba la imposición de un pago de cinco euros por cada trayecto en ambulancia (con un límite mensual en función de la renta) de pacientes que, por ejemplo, acuden a diálisis o a rehabilitación…

Por otro lado, cuando se dice -a veces como mera justificación- que en la mayoría de los países de la Unión Europea se aplican diferentes tipos de copago en la asistencia sanitaria hay que advertir de la diversidad de contextos de los sistemas sanitarios y de las formas tan distintas que estas políticas pueden adoptar, sumadas a otras medidas concurrentes. Ello aconseja mucha prudencia a la hora de realizar comparaciones o intentar trasladar resultados y conclusiones precipitadas a sistemas de salud muy diferentes, sin llevar a cabo estudios o evaluaciones rigurosas y una planificación y diseño cuidadosos cuando se pretendan introducir medidas de costes compartidos en la asistencia sanitaria.

Sería deseable una cierta coherencia y sobre todo algo más de prudencia y sentido común ante esta política sanitaria a la que, como poco, cabe calificar de poco seria, errática, disparatada y esperpéntica, dominada por gentes a las que bien podría aplicárseles aquella sentencia de Jonathan Swift en la que advertía: Algunas personas son más cautas en ocultar su sabiduría que su torpeza.
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