“¿Qué es el futuro, al fin y al cabo,
más que una estructura de expectativas y esperanzas? Reside en la mente. Carece de
realidad.”
A
lo largo de la historia del ser humano, el deseo de conocer el futuro ha sido,
es y será, seguramente, uno de los asuntos que más interés ha despertado en
todas las sociedades y culturas sin excepción, en todas las épocas y en todas
las latitudes.
Desde
los astrónomos caldeos que escrutaban el cielo intentando averiguar en los
astros el destino de los seres humanos, hasta los más modernos métodos de
planificación o planteamiento estratégico, han sido numerosos los métodos,
sistemas o procedimientos empleados en la predicción del futuro, bien mediante
la observación e interpretación de diferentes fenómenos naturales, el empleo de
distintas mancias o artes
adivinatorias y el uso de todo tipo de sortilegios.
En
las últimas décadas los estudios e informes de diversas instituciones y
organismos económicos más o menos especializados, de los más conspicuos expertos
y representantes de la llamada “ciencia lúgubre”, se han convertido (casi) en
imprescindibles oráculos a la hora de adoptar decisiones políticas colectivas en
distintos ámbitos que, como dolorosamente hemos podido comprobar, nos han
conducido a la catástrofe en diversos grados.
Se
ha llegado a dar por supuesto que a la hora de juzgar la
validez científica de una argumentación económica lo que ha de contar no es
cuán plausibles sean las hipótesis/modelos/teorías en que se sustenta, sino que
lo importante sería su capacidad predictiva, es decir, el grado en que sus
implicaciones se corresponden con lo que sucede en la realidad. No es
casual que en algunas viñetas los Ministros
de Economía o de Hacienda aparezcan dibujados como magos o brujos, con varita
mágica incorporada, tal vez no tanto por su capacidad adivinatoria como por su
poder de intervenir y condicionar/modificar la realidad con sus políticas.
En
todo caso, resulta más que evidente que las cuestiones económicas tienen mucho
de ideología, pero la ideología no debería movernos a ir en contra de la
realidad. Las técnicas de predicción utilizadas en la actualidad son
generalmente complejas e incorporan un considerable aparato
matemático-estadístico, bastante inaccesible al común de los mortales, (lo que
adicionalmente les reviste y otorga de un carácter iniciático y casi esotérico).
Dentro
de la enorme variedad de métodos y técnicas específicas de predicción
existentes, los enfoques y planteamientos posibles pueden reducirse a los tres
siguientes, en función del tipo básico de información empleada:
1) Los que utilizan información estadística sobre un
fenómeno determinado a lo largo del tiempo (análisis de series temporales).
2) Modelos basados en información estadística sobre
varios fenómenos entre los cuales se supone que existe alguna relación causal.
3) Información obtenida a partir de las experiencias,
opiniones, actitudes y expectativas, (incluso preferencias) de cara al futuro,
de determinados agentes a los que consideramos expertos en un campo
determinado.
En
resumen, por más sofisticado que se pretenda, todo el conocimiento técnico del
campo de la predicción económica se reduce al desarrollo de tres enfoques
posibles: a) Emplear el pasado como guía o indicador del posible hipotético
futuro; b) Utilizar las relaciones que podamos conocer (o suponer) entre
diferentes cuestiones; c) Recurrir a la (inevitable) subjetividad de las
opiniones, actitudes o expectativas de quienes adoptan las decisiones o expertos.
En
su libro Quirkology (traducido al
castellano como “Rarología”), el psicólogo británico Richard Wiseman cuenta una
curiosa y divertida historia que vendría a demostrar la imposibilidad de
predecir con exactitud y de manera precisa los movimientos bursátiles. Un grupo
de investigadores entregó unos cuantos miles de libras a un astrólogo que decía
guiarse por las posiciones de los planetas para invertir en bolsa, a un broker
experto, y a una niña que seleccionaba al azar las acciones sobre las que invertir.
Al cabo de un mes, la única que ganó dinero con las acciones fue la niña.
En
los primeros días de noviembre de 2008, cuando medio mundo temblaba por el
terremoto financiero, se nacionalizaban bancos y los gobiernos occidentales se
aprestaban a poner en marcha gigantescos planes de intervención, en una visita
a la
prestigiosa London School of Economics, la reina Isabel II se
atrevió a preguntar ingenuamente (o no tanto): “¿Cómo es posible que nadie se hubiera dado cuenta de que se nos echaba
encima esta espantosa crisis?” El profesor Luis Garicano, catedrático de
Economía y Estrategia en la Institución, apenas si pudo farfullar una pobre
defensa de un oficio al que ahora se acusa de incompetencia, miopía o, peor
aún, de mentir. Sobre este suceso el periódico The Guardian escribió: “En
otras épocas, por cosas como ésta alguien habría terminado en la horca; ahora, la reina sólo quiere saber, como todos
nosotros, qué demonios ha ido mal”.
La
ola creciente de irritación, descrédito y desconfianza contra una disciplina responsable de la generación de teorías económicas y
modelos realmente tóxicos en la medida que equivocaron a
los políticos al tomar decisiones de política económica, pasando por la
implicación de famosos economistas en la catástrofe financiera -tal como
se cuenta en el film Inside Job- ayuda más bien poco a generar
confianza y a despejar dudas e
incertidumbres. De hecho, algunos de sus más ilustres representantes llegan a
reconocer que nadie en su sano juicio debería fiarse de entrada de lo que dijese ningún
economista, por más alta que sea su reputación académica y el prestigio entre
los propios miembros de la
profesión. En todo caso, cabría
cuestionar la utilidad y el sentido de unos modelos y de unas teorías cuyas
predicciones, no sólo son abultadamente erróneas sino inservibles e incluso
perversas, en la medida en que conducen a tomar decisiones irracionales.
Toda
predicción debe hacer explícitos los supuestos en que se basa, empezando por
desvelar los posibles conflictos de interés. Conviene no olvidar que quienes
efectúan las predicciones tienen (también) sus propios intereses y
condicionantes. Los modelos no son neutrales y las predicciones de la OCDE, del FMI, del BCE o de los diferentes servicios de estudios de las entidades
financieras, no son únicamente el resultado frío y objetivo de una técnica, por
lo que resulta muy aconsejable (siempre) evaluar a los responsables y conocer
sus posibles servidumbres y dependencias.
En octubre de 2008, apenas un mes más tarde de la quiebra de
Lehman Brothers, el brillante y reconocido politólogo italiano Giovanni
Sartori, escribía en un editorial del Corriere
della Sera: “Esperaba ser ilustrado
por los economistas. Esperaba además un mea culpa. Porque el hecho es que la
mayoría de la profesión no ha previsto la catástrofe que se avecinaba. ¿Era
imposible preverla? Mentira. No sólo era previsible, sino que el punto de
partida es que una ciencia económica que no sabe prever tiene poco de ciencia,
por no decir nada.”
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