Foto: Gárgola. Catedral de Salisbury
«No hay mayor oportunidad, responsabilidad u
obligación que pueda tocarle a un ser humano que convertirse en médico. En la
atención del sufrimiento, el médico necesita habilidades técnicas, conocimientos
científicos y comprensión de los aspectos humanos… Del médico se espera tacto,
empatía y comprensión, ya que el paciente es algo más que un cúmulo de
síntomas, signos, trastornos funcionales, daño de órganos y perturbación de
emociones. El enfermo es un ser humano que tiene temores, alberga esperanzas y
por ello busca alivio, ayuda y consuelo.»
Harrison’s
Principles of Internal Medicine, 1950
Sostiene mi amigo Armendáriz, (creo que con bastante acierto),
que la mayoría de las medidas y actuaciones que desde diferentes servicios
sanitarios estamos intentando poner hoy en marcha en nuestro malhadado SNS, con
el enfático y tal vez afectado nombre de “Planes para la humanización de la asistencia
sanitaria”, (sin duda con el loable objetivo de modificar determinadas
actitudes y comportamientos profesionales inapropiados, y mejorar la calidad de
la asistencia prestada), se encontraban ya contenidas entre los sabios consejos
y recomendaciones que aparecían recogidos en los primeros capítulos de aquellos
viejos textos de Medicina Interna en
los que estudiamos las lecciones de Patología Médica… esas páginas que muy pocos
leían y que –por lo general– casi siempre solían pasarse por encima. En los
últimos años muchas de esas ideas y preceptos se han perdido ‘como lágrimas en la lluvia’, que diría el
replicante Roy Batty en la película Blade Runner…
La primera parte de la 9ª edición en español (1977) de uno
de aquellos libros de autoría colectiva, el Tratado de Medicina Interna de Cecil-Loeb, un clásico de la
educación médica, (correspondiente a la 14ª edición en inglés del Textbook of Medicine, de 1975), comienza
precisamente con una serie de capítulos breves cuyo título es ya de por sí bastante
elocuente: [Naturaleza de la Medicina]
“Cómo hacerse clínico”, “Ciencia, medicina clínica y el espectro de
enfermedades”, “Cuidado del paciente
con enfermedad en fase terminal“ y “La
medicina en la sociedad moderna.” Escritas hace ya más de cuarenta años,
-cuando muchos de los modernos procedimientos y técnicas diagnósticas o
terapéuticas actuales aún no existían- sus enseñanzas se encuentran plenamente
vigentes. He aquí lo que dice por ejemplo Paul B. Beeson, uno de los editores
(compiladores) de la obra, refiriéndose a las cualidades que debe reunir un
(buen) clínico:
«Una de las cualidades
más importantes que necesita el médico de nuestros días es la capacidad de limitar
su curiosidad. Ha de recordarse constantemente que una técnica diagnóstica
que pueda tener peligro sólo debe emplearse cuando el posible beneficio que
brinde justifique dicho riesgo. Nunca debe efectuarse una prueba diagnóstica
simplemente para “completar” el estudio, o sea antes que alguien más sugiera su
empleo; o porque un especialista considera que debe efectuarse para proteger su
propia reputación, su propio prestigio ‘en caso de que…’ Permítasenos imaginar
cómo debe moverse un buen médico para tratar [a] un paciente de edad avanzada
que recientemente ha presentado una ictericia obstructiva. Lo ‘probable’ es que
este paciente tenga una enfermedad neoplásica no susceptible de cirugía ni de
quimioterapia. Sin embargo, existe la posibilidad de que la obstrucción biliar
esté causada por alguna otra lesión, como un cálculo o un tumor benigno. El
médico tiene varios caminos. Puede emplear una serie de técnicas diagnósticas notablemente
precisas: estudios radiológicos con bario, centelleo de isótopos para hígado o
páncreas, laparoscopia, biopsia de hígado con aguja, angiografía celiaca o
estudio endoscópico del duodeno (para citología o para introducir una sonda y
lograr la visualización retrógrada de las vías biliares o pancreáticas). Tendrá
la tentación de emplear algunos o todos estos medios, porque así puede lograrse
un diagnóstico preciso. Pero quizá esto no resulte de verdadero interés para el
paciente, dadas las muchas probabilidades de que se trate de una enfermedad
incurable. El médico responsable puede considerar junto con sus compañeros las
probabilidades de cirugía o quimioterapia curativa. O puede no hacer gran cosa,
considerando que lo más adecuado es permitir que la enfermedad siga su curso y
ahorrar al paciente las molestias, peligros y gastos de un estudio complicado.
Pero también puede elegir un camino intermedio: llamar a un cirujano para
operar inmediatamente, mientras el estado general del paciente todavía es
bueno, con el fin de tratar de manera definitiva una lesión maligna si existe;
o bien, si la obstrucción depende del cáncer, para desviar el curso de la bilis
hacia el intestino. Esta conducta probablemente brindaría al enfermo por lo
menos algunos meses de vida menos molesta, aunque resulte imposible tratar el
cáncer. El médico bueno estará ‘acompañando’ al paciente, resolviendo los
problemas a medida que se van presentando…» (…)
El autor termina el capítulo brindando unos cuantos
preceptos: «1) A cada paciente hemos de
proporcionarle ‘lo suficiente de nuestros días’. Hay que sentarse, oírlo con
cuidado, hacerle preguntas adecuadas, examinarlo con cuidado y, una y otra vez,
repetir todo esto. Muchos errores médicos dependen simplemente de que el médico
no destinó tiempo suficiente al enfermo [sí, sí, ya sé, ya sé, el tiempo,
siempre el tiempo… o más bien la falta de tiempo]. 2) Trabajar para desarrollar
la ‘capacidad de estudio’ acerca de los problemas del paciente. 3) Entrénese
usted en ‘concentrarse en cada problema con exclusión de todos los demás’. (…)
Si usted destina a cada paciente el tiempo que merece, si aprende a
concentrarse, y si puede estudiar debidamente, logrará mucho de lo que se
necesita para cuidar de las personas enfermas, incluso en el mundo de nuestros
días.»
Parece ocioso señalar
que hoy se emplearían otras técnicas y
procedimientos más seguros y precisos para efectuar el diagnóstico del caso, seguramente
utilizando la resonancia magnética nuclear y/o técnicas endoscópicas
especiales. Sin embargo, el modo en que (todavía) se produce el razonamiento médico,
se elaboran los juicios clínicos y se toman las decisiones, sigue siendo el mismo y es el que debiera ser revisado y permanentemente
puesto en cuestión…
A propósito de comportamientos que pueden ser considerados
como imprudentes en la asistencia sanitaria, mi amigo Carlos Armendáriz (especialista en
medicina intensiva, por cierto) también está de acuerdo con Bryan Jennett, profesor de neurocirugía de la Universidad de Glasgow, autor de un conocido artículo publicado en el BMJ hace más de treinta años -que conviene siempre tener presente- (Inappropriate use of Intensive Care), en el que identificaba algunas circunstancias que mostraban cuando el uso de un procedimiento o de una tecnología puede ser inapropiado:
1) cuando es innecesario, es decir, si el
objetivo deseado se puede conseguir con medios más sencillos; 2) cuando
es inútil, porque el paciente está en una situación
demasiado avanzada para responder al
tratamiento; 3) cuando es inseguro, porque sus complicaciones sobrepasan el posible
beneficio; 4) cuando es inclemente, porque la calidad de vida ofrecida no es lo suficientemente buena
como para justificar la intervención; y 5) cuando es insensato, porque consume recursos
de otras actividades que podrían ser más beneficiosas.
Decididamente, hoy más que nunca, hay que releer y recuperar
el espíritu y los valores de aquellas páginas introductorias de los textos de
Medicina Interna. Ya en su Elogio de la locura (1511) advertía Erasmo de Rotterdam:
«La sabiduría inoportuna es una locura, del mismo modo que es imprudente la prudencia mal entendida.»