Office of Inpatient Nurses. Washington Sanitarium. Takoma Park, Maryland,
dec 1928. Foto: Shorpy
Para qué sirve un blog
Hoy, 2 de agosto, se cumplen ya seis años desde que se me ocurrió la bendita (?) idea de alumbrar un blog que me permitió sobrevivir en los tiempos oscuros de funcionario forzosamente desocupado, me obligó a leer mucho, a estudiar, ordenar algunas ideas, aprender y conocer algo más sobre la naturaleza de la Red, compartir y hacer alguna modesta aportación al ámbito sanitario del 2.0 y, sobre todo, me ayudó a no estar (o sentirme) solo, a permanecer despierto, a seguir manteniendo como estímulos la duda, la perplejidad y el asombro, el interés y la curiosidad intelectual, en definitiva a estar atento y abierto al mundo, es decir, a la vida…
Hace apenas dos meses, el Dr. Jordi Varela recomendaba en su blog Avances en gestión clínica un breve ensayo del Premio Pulitzer y famoso oncólogo Siddartha MuKherjee sobre “las leyes de la medicina” (The Laws of Medicine. Field notes from an uncertain science). En este librito el autor confiesa que una de las lecturas que más le influyó en su carrera fue la autobiografía del eminente médico norteamericano Lewis Thomas, un magnífico conjunto de ensayos publicados en 1983 con el título The Youngest Science: Notes of a Medicine
Watcher. A lo largo de sus páginas, el doctor Thomas (1913-1993) narra cómo
transcurrió su vida dentro de la profesión médica, al tiempo que indaga sobre
la naturaleza misma de la medicina (a la que denomina “la ciencia más joven”). Durante
su carrera Lewis Thomas fue uno de los más brillantes y populares escritores de
divulgación sobre temas científicos (al estilo del neurólogo Oliver Sacks, el paleontólogo Stephen Jay Gould y muchos otros).
Obviamente, una cosa llevó a la otra. La lectura de The laws of Medicine… me condujo a The
Youngest Science… El libro en cuestión fue publicado en España en 1985 ('La ciencia más joven. Notas de un
observador de la Medicina') y hoy es prácticamente inencontrable, salvo en
ediciones de segunda mano o en librerías de viejo. Tengo la gran suerte de poseer
un ejemplar, y ha sido un inmenso placer volver a leer algunos de estos hermosos
ensayos. He considerado oportuno compartir y transcribir algunas partes de uno de los
capítulos (‘Enfermeras’), en el que explica precisamente cuál era el trabajo de los
profesionales de enfermería hace unos cien años:
Enfermeras
«Cuando en 1903 mi
madre se convirtió en enfermera titular del Hospital Rooselvet nadie se
planteaba interrogante alguno sobre lo que las enfermeras hacían en cuanto que
profesionales: hacían lo que los médicos mandaran. El médico responsable
realizaba su recorrido por las salas a primera hora de la mañana; cuando
llegaba al despacho la enfermera jefe debía estar aguardándolo, hacerse cargo
de su sombrero, abrigo y bastón y permanecer de pie mientras ingería una taza de
té antes de iniciar las visita. Para entrar en las salas, la enfermera sostenía
la puerta cediendo el paso a médicos y estudiantes. Entre cada cama, una vez
efectuada la exploración y evaluados los progresos del paciente, el médico
indicaba a la enfermera las medidas para ese día, que las anotaba en la parte
de la gráfica destinada para tal fin. Una hora o dos después, el médico había
concluido sus visitas y abandonaba la sala; el frenético trabajo del resto del
día y de la noche correspondía a las enfermeras. Además de cumplir las órdenes
recibidas, tenía una infinidad de tareas rutinarias que llevar a cabo, todas
ellas aprendidas durante los dos años de escuela de enfermería: cambiar las
sábanas siguiendo una secuencia de plegado y remetido imposible para alguien que no fuera una enfermera
capacitada; lavar a los pacientes de pies a cabeza, llevar las cuñas a los
pacientes, retirarlas, vaciarlas y lavarlas [no existía aún la figura del
personal técnico en cuidados auxiliares);
tomar la temperatura cada cuatro horas y registrarla meticulosamente en la
gráfica colgada a los pies de la cama; administrar enemas; recoger, etiquetar y
enviar al laboratorio las muestras de orina y heces; llevar los específicos
recetados, habitualmente píldoras y extractos o tinturas vegetales. Durante
gran parte del año, aproximadamente la mitad de los cuarenta enfermos de la
sala tenían fiebre tifoidea, lo que significaba que la enfermera debía
cambiarse de bata y lavarse la mano con desinfectante al pasar de un paciente a
otro. Los enfermos con fiebre alta recibían friegas de alcohol a intervalos
frecuentes; las que se les daban en la espalda a última hora de la tarde eran
el rito previo al sueño. Además de tener a su cargo la rutina cotidiana, las
enfermeras eran las responsables de responder a las llamadas de los pacientes,
y ello con la mayor diligencia; estas llamadas interrumpían continuamente sus
metódicos recorridos de la sala. Debían saber evaluar las situaciones
rápidamente: en un caso de fiebre tifoidea un dolor abdominal repentino podía
significar una perforación intestinal, mientras que una brusca aparición de
sed, debilidad y palidez podían traducir una hemorragia intestinal; si un
paciente tuberculoso sufría un vómito de sangre, se trataba de una emergencia.
En ocasiones quienes avisaban eran los vecinos del paciente que experimentaba
un súbito empeoramiento: los pacientes de las salas siempre se mantenían
estrechamente vigilados unos a otros. Cuando llegaban las situaciones de
emergencia las enfermeras tenían que llamar rápidamente al médico de guardia,
habitualmente el interno asignado a la sala, que en ocasiones podía hallarse en
consultas, en el laboratorio de diagnóstico (los internos de la época hacían
todo el trabajo de laboratorio personalmente; los técnicos aún no se habían
“inventado”) o en su cuarto. Las enfermeras no estaban autorizadas a poner
inyecciones ni a realizar procedimientos de emergencia tales como punciones
lumbares o torácicas, pero sí se esperaba de ellas que supieran cuando estaban
indicadas y hubieran preparado el instrumental pertinente para el momento en
que el médico apareciera en la sala.
Aunque se trataba de
una ocupación agotadora, para mi madre no había trabajo más gratificante ni que
ofreciera mayores compensaciones.»
(…)
«Agotadas ya por una
creciente carga de tareas rutinarias, se han visto obligadas a encargarse
también de funciones administrativas, tales como mantener las historias al día,
cerciorarse de que se dispone de todo el material necesario para hacer frente a
cualquier tipo de eventual emergencia, supervisar las actividades del nuevo
grupo paraprofesional que componen las ayudantes tituladas, a cuyo cargo corre
ahora buena parte del trabajo que junto a la cabecera del enfermo realizaban
antiguamente las enfermeras, ejercer un cierto control sobre celadores,
conserjes, y personal del servicio de limpieza, y cuidar de que los pacientes
para quienes se han indicado exploraciones radiológicas estén en el
departamento de radiología cuando les corresponde. Esto significa más tiempo
sentadas ante las mesas de sus salas y del control y menos a la cabecera de los
pacientes. Las enfermeras están cayendo en la cuenta, quizá demasiado tarde, de
que se les va privando gradualmente de la obligación que suponía su recompensa
más importante, pero que se había dado tan por supuesta que nadie la mencionaba
jamás entre la lista de los deberes de una enfermera: el estrecho contacto
personal con los pacientes. Junto a lo que llenaba la prolongada jornada de
trabajo, en la que debían realizar todas las duras y a veces degradantes tareas
que les eran asignadas, las enfermeras tenían una oportunidad inigualable para establecer
vínculos cordiales con un gran número de seres humanos atribulados. Escuchaban
a sus pacientes noche y día, confortándoles a ellos y a sus familias, se
convertían en sus amigas, eran necesitadas. Asistir a la pérdida gradual de
esta parte de su trabajo ha sumido al colectivo de las enfermeras en la mayor
de las inquietudes y ha supuesto una gran preocupación para los responsables de
las nuevas y florecientes escuelas de enfermería.»
(…)
«Una cosa que las
enfermeras hacen es mantener el funcionamiento de las salas. Cuando uno observa
los entresijos de un hospital grande y complejo desde la aventajada perspectiva
de la cama, no pude por menos de sentirse absolutamente asombrado de que la
institución entera no se vaya al cuerno en determinados momentos. El
funcionamiento de un hospital depende de la interacción de fuerzas poderosas,
cada una de las cuales intenta empujar a las demás en una dirección diferente;
aunque todas ellas resulten esenciales para las demás, siempre se hallan
enfrentadas entre sí.»
(…)
«En tanto que
paciente, primero de los servicios de medicina interna y luego de los
quirúrgicos, descubrí que quienes impiden que todo se haga pedazos, el
‘adhesivo’ gracias al cual la institución funciona son las enfermeras y nadie
más. Las enfermeras –las buenas al menos, y todas las de mi planta lo eran-
tienen a gala estar al tanto de todo lo que ocurre. Detectan los errores, antes
de que se cometan, saben todo lo que hay escrito en la historia clínica, y lo
más importante de todo, saben que sus pacientes son seres únicos y pronto
entablan relaciones con familiares y amigos. Este conocimiento es la base de
sus rápidas intuiciones y de la actuación que de ellas se deriva. El paciente
medio de un hospital grande teme perder su identidad, convertirse en el nombre
y el número impresos en la tira de plástico ceñida a su muñeca, siempre en
peligro de que una camilla lo transporte al lugar erróneo donde será sometido a
los procedimientos erróneos o peor aún, de ‘no’ ser transportado cuando le
corresponda. Si los docentes o el jefe de servicio quizá dejen caer un par de
frases consoladoras cuando pasan visita –y lo normal es que tengan prisa- hacen
falta la alegría y la confianza de una enfermera competente, que se pasa el día
entrando y saliendo de la sala por un motivo u otro, para apuntalar la
seguridad del paciente en que las cosas van por el buen camino.»
Además de hablar de la seguridad del paciente, como puede comprobarse, en este breve
ensayo el doctor Lewis Thomas se refiere también a las a menudo tensas, difíciles
e incluso hostiles relaciones entre profesionales médicos y de enfermería,
reconociendo sin embargo el enorme esfuerzo y la gran labor desempeñada por las
enfermeras y manifestando en primera persona su enorme respeto y consideración
por la que fue la profesión de su madre:
«Por mi propia
experiencia, pues, -concluye- estoy
completamente a favor de las enfermeras. Si deciden continuar su ‘batalla’
profesional contra los médicos, si pretenden incrementar su estatus laboral y
salarial, si para enfurecimiento de los médicos reclaman la equiparación
profesional con ellos, estoy de su parte.»
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Para finalizar, como celebración y regalo de aniversario, un
conocido tema de Wim Mertens: Close Cover (1983), del álbum del mismo
título, utilizado más tarde en la banda sonora de la película El vientre de un arquitecto (1987), de
Peter Greenaway. Saludos a todos y a todas...