Un zorro pasa por delante del 10 de Downing Street. Londres, 16 de junio
de 2018. Foto: Hannah McKay (REUTERS)
«¿Tan inconcebible nos resulta que el objetivo de la
vida sea sencillamente ver?»
John Gray (Perros
de paja. Reflexiones sobre los humanos y otros animales. Paidos, 2008)
«…la imposibilidad de establecer líneas fronterizas
inequívocas, de ningún modo niega las diferencias.»
«Frente a quienes se empeñan en construir un
pensamiento único, se trata de afirmar la voluntad de que la crítica avance a través del diálogo, convirtiendo la pluralidad en ocasión para que la
inteligencia no se detenga.»
Manuel Cruz (Ser sin tiempo. Herder,
2016)
Como suele ser generalmente (re)conocido por la mayoría de directivos, gestores y/o responsables en cualquier ámbito de actividad -también los sanitarios-, en
la articulación contemporánea del tiempo coexisten una dimensión «fría» (que se resiste al cambio) y una
dimensión «caliente» (orientada a la
continua innovación). Esta simultánea y contradictoria orientación conlleva
importantes dificultades añadidas en el diseño y elaboración de las posibles
alternativas que den respuesta a los retos y demandas a los que deben
enfrentarse cotidianamente.
De cómo la inmediatez aplasta la visión estratégica
Hace ya algunos años que Zygmunt Bauman nos explicaba,
advertía y anticipaba -a través de brillantes y acertadas metáforas-, cómo el tiempo líquido de la
(post)modernidad refleja con precisión el tránsito desde una sociedad “sólida”, estable, repetitiva y previsible, a una
“líquida”, flexible, voluble, inestable e insegura. Una situación en la que las
estructuras sociales ya no perduran el tiempo necesario para solidificarse y permanecer estables. Fugaces,
transitorias y volátiles, inservibles como marcos de referencia para la acción humana
y para las estrategias a largo plazo, cristalizan en una suerte de permanente
precariedad.
Pero esta era de dudas e incertidumbre en la que
(con)vivimos se debe también a otras transformaciones, entre las que Bauman identifica y señala la crisis
(separación) del poder y la política, el debilitamiento de los sistemas de
seguridad que protegían al individuo (lo que priva a la acción colectiva de
gran parte de su atractivo, socavando lo fundamental de la social),
o la renuncia al pensamiento y a la planificación a largo plazo. Finalmente, la
responsabilidad de aclarar las dudas derivadas de esta pérdida de referencias y
de esta ausencia de perspectivas recae sobre el propio individuo, abandonado a
sus propios miedos, desvinculado, víctima del cortoplacismo y de una
atomización del tiempo que lo sumerge en un inmediatismo ramplón y atemporal.
Como acertadamente señala Manuel Cruz (vid. ‘Ser sin tiempo. El ocaso de la temporalidad en el mundo contemporáneo’. Herder, 2016):
«Hemos perdido la experiencia de la duración, de la
demora, que ha sido sustituida por la sucesión ininterrumpida de intensidades
puntuales.»
«Esta destrucción de toda posible experiencia de
continuidad [temporal] queda reflejada en el ámbito psicológico en términos de
angustia e inquietud; la angustia y la inquietud de un ser humano que constata
que el mundo se ha quedado sin tiempo».
De la ‘sociedad del riesgo’ a la ‘era de la perplejidad’
En su primer libro de poemas, publicado en 1918, el ‘cholo Vallejo’
se refería -con una gran intensidad dramática- a esos duros golpes de(en) la vida asestados
por los “heraldos negros” que, «como potros de bárbaros Atilas, […] abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte».
La indescifrable imprevisibilidad del presente nos deja solos
e indefensos a merced de los «golpes del destino», advierte también Bauman: «Mientras que los peligros permanecen libres para moverse a su antojo, caprichosos y frívolos, nosotros somos sus objetivos fáciles: poco o nada podemos hacer para prevenirlos». Recordemos que, con anterioridad, el sociólogo alemán Ulrich Beck había postulado ya la idea y el concepto de «sociedad del riesgo» como una «fase de desarrollo de la sociedad moderna donde los riesgos sociales, políticos, económicos e industriales tienden cada vez más a escapar a las instituciones de control y protección de la sociedad industrial»,
convirtiéndose así en una característica de la nueva modernidad en la
estructura y organización de las sociedades postindustriales.
La vieja e ilusoria creencia en el progreso (ese “brocado musical apolillado” en
afortunada y poética expresión de John N.Gray, quien sostiene incluso que “la fe en el progreso es el Prozac® de las clases pensantes”)
y en el poder de la razón, en su capacidad para proyectar y llevar a cabo (!) la
utopía de un mundo seguro, libre de miedos incontrolados y de amenazas
imprevistas, se ha visto superada por el retorno de la incertidumbre, del
riesgo como reconocimiento de lo impredecible y de las innumerables amenazas de la sociedad
industrial (desregulación, crisis financieras, catástrofes ecológicas, terrorismo, guerras preventivas, etc.).
Desembocamos finalmente en la 'era de la perplejidad' (como la
denomina una interesante publicación patrocinada por una entidad financiera hace unos meses), con cambios para los
que aún no disponemos de recetas para actuar, ni siquiera de guías, brújulas o
mapas con los que orientarnos:
«La revolución tecnológica que estamos viviendo —la
más acelerada de la historia— está generando transformaciones que afectan no
solo a nuestras vidas, sino también al futuro de la humanidad; no solo cambian
la economía, la política, la sociedad y la vida diaria, sino incluso las que
parecían constantes fundamentales de la especie humana: sus capacidades físicas
y mentales, su longevidad y su posición como especie dominante en nuestro
mundo, cuestionada por la coexistencia y, eventualmente, la fusión con máquinas
cada vez más inteligentes. El impacto de la globalización, del avance
tecnológico y de la inseguridad que estos generan se refleja en las decisiones
de las personas y en el rumbo que está tomando nuestra sociedad. Un rumbo que
va a determinar nuestro futuro, en el sentido de hacernos más o menos capaces
de afrontar los retos y aprovechar las oportunidades que nos ofrece el avance
científico y tecnológico.»
Metáforas de la acción humana para una época de
incertidumbre
Para explicar la evolución de la actitud y de la posición
del ser humano ante el mundo Bauman
recurre a unas curiosas analogías:
La postura premoderna hacia el mundo era semejante a la figura
de un guardabosques, mientras que la
imagen más adecuada para expresar la concepción y la práctica del(frente al) mundo
(pos)moderno es la de un jardinero.
La tarea principal del guardabosques
es vigilar, proteger y conservar el territorio a su cargo de cualquier
interferencia humana, defender y preservar, por así decirlo, su “equilibrio
natural”, encarnación de la infinita sabiduría de Dios o de la Naturaleza. El guardabosques tiene que descubrir las
trampas que hayan colocado los cazadores furtivos, inutilizarlas y evitar el
acceso a los cazadores furtivos, no autorizados, para no poner en peligro la
perpetuación de ese “equilibrio natural”. La función del guardabosques se basa en la creencia de que las cosas están mejor
cuando no se tocan; en la época premoderna se concebía el mundo como una cadena divina del ser, una cadena en la
que cada criatura ocupaba su lugar adecuado y cumplía su función según un orden
determinado y preestablecido.
Sin embargo, la actitud del jardinero es diferente, dando por sentado que no habría orden en el
mundo (o al menos en esa pequeña parte del mundo a su cargo) si no fuese por
sus desvelos, por sus cuidados y esfuerzos continuados. El jardinero sabe qué tipos de plantas crecerán y cuáles no en la
parcela de la que se encarga; proyecta la disposición más adecuada para después
realizar el diseño concebido. Impone al terreno el proyecto previamente
elaborado, propiciando el crecimiento de las plantas más apropiadas
(generalmente seleccionadas y cultivadas por él mismo) y arrancando y
destruyendo las “malas hierbas” que no encajan con la armonía general del
diseño.
Los más entusiastas y expertos (vale decir profesionales) creadores de utopías son
los jardineros. Está en el mismo
origen del designio ideal que tienen grabado en sus mapas mentales, la forma y
el modo en que deben hacerse las cosas, el prototipo del desarrollo armónico
que, gracias al progreso, debe conducir al resultado deseado.
Pero el advenimiento del mundo moderno ha traído consigo el
fin de la imaginación utópica y la muerte de las utopías. Siguiendo con sus
agudas y certeras metáforas, Bauman
sostiene que la actitud del jardinero ha dado paso ahora a la del cazador.
Lo único que interesa al cazador es cobrar una nueva pieza,
sin importarle el equilibrio de las
cosas, sea este natural, premeditado o artificial:
«La mayoría de ellos no considera que la
disponibilidad de nuevas presas corriendo por el bosque –a pesar de sus
cacerías– sea algo de su incumbencia. Si los bosques quedan vacíos tras una
partida de caza especialmente provechosa, los cazadores se trasladarán a otra
zona boscosa aún sin explotar, que todavía contenga futuros trofeos de caza. Tal
vez especulen que quizás en algún momento, en un futuro distante y sin definir,
el planeta puede quedarse sin nuevos bosques que explotar, pero ello no sería un
motivo de preocupación inmediata, no al menos para la mayoría de los cazadores…».
«Hoy en día todos somos cazadores, o se nos dice que
lo somos, y se nos incita a que actuemos como tales, bajo amenaza de quedar
excluidos de la cacería, si es que no de vernos relegados al rango de animal. Y
lo más seguro es que cada vez que miremos a nuestro alrededor veamos a otros
cazadores solitarios como nosotros, o a cazadores que se agrupan del modo en
que los cazadores suelen hacerlo. Y deberíamos esforzarnos mucho para lograr
avistar a un jardinero que se halle divisando algún tipo de armonía preestablecida
más allá de la valla de su jardín privado, y que luego salga a crearla (los
‘científicos sociales’ (sic) discuten acerca de la relativa carencia de
jardineros y la creciente profusión de cazadores bajo el término acuñado de
“individualización”). Con seguridad no encontraremos gran número de
guardabosques, ni siquiera cazadores que compartan los principios de los
guardabosques, y esta es la razón primordial por la que la gente con
“conciencia ecológica” se alarma y procura alertarnos por todos los medios (esa
lenta aunque reiterada extinción de la filosofía del guardabosques, sumada a la
carencia de su variante ‘jardinera’ es lo que los políticos ensalzan
sirviéndose del término «liberalización»).
Es conocido cómo, en el ámbito de la gestión, de los negocios
y de la empresa, se ha recurrido frecuentemente al empleo de crueles metáforas
cinegéticas que muestran ese espíritu depredador propio del feroz capitalismo
de nuestra época (vid. v.gr. «la estrategia del océano azul» en la búsqueda
de nuevos mercados a través de la innovación y la creatividad).
«Lo que hoy tiene de particular la incertidumbre es
que existe sin la amenaza de un desastre histórico; y en cambio, está integrada
en las prácticas cotidianas de un capitalismo vigoroso (…). La consigna “nada a
largo plazo” desorienta la acción planificada, disuelve los vínculos de
confianza y compromiso y separa la voluntad del comportamiento.»
En última instancia, lo incurable, afirma John
N.Gray, no es nuestra ignorancia del futuro, sino nuestra incapacidad
(crónica) para comprender el presente. Nuestra fe en el progreso no está en
absoluto justificada; no hay designios, nada está (siempre) asegurado
y todo es ahora (más) imprevisible. Es probable que en esta época incierta hagan
falta menos cazadores y más jardineros (i.e. profesionales) con espíritu de guardabosques:
motivados, con recelo autocrítico, buen humor, pragmáticos y sin embargo
escépticos; pesimistas, pero al mismo tiempo irónicos…
Muy buena reflexión apoyada en el extraordinario Bauman.
ResponderEliminarSin embargo, considero que a parte de los guardabosques, cazadores y jardineros, actualmente también están los senderistas. Es decir aquellos que, si bien están por la conservación de la naturaleza y la utilizan como activo saludable, no aportan nada más allá de su utilización y en algunos casos, no siempre, su conservación. Es decir son los que se sitúan en la zona de confort pero con poco implicación y escaso compromiso. Y nuestro sistema sanitario está repleto de nuevos senderistas que se presentan como ecologistas "ligth" o, en el caso de la sanidad, como conformistas de lo establecido. No trabajan mal, pero lo hacen en base a lo que está establecido, sin cuestionarse el por qué lo hacen de esa manera. Cumplen sin más como el senderista que recorre un camino forestal los domingos con la familia y los amigos sin importarle nada más que pasar el día en la naturaleza, como si con ello fuese suficiente.
Gracias por el comentario y la aportación de los "senderistas" como nueva (sub)categoría de las actitudes ante el mundo. Un grupo con escasa motivación y no demasiado compromiso, muy relacionado con el subgrupo de quienes actúan siguiendo la máxima de "siempre se hizo así"...
EliminarMe escribe también Pilar Garrido, Presidenta del Consejo Nacional de Especialidades en Ciencias de la Salud y, al hilo de esta entrada, me explica que en la antigua China el máximo honor cuando habías servido muy bien al Emperador era darte una pequeña parcela para que ejercieras de jardinero, ya que consideraban que la jardinería solo podían ejercerla hombres sabios, por estar muy entroncada con la filosofía...