Textbook example (1940).
Foto: SHORPY
Helen Garner es una de las más prestigiosas e
importantes escritoras australianas contemporáneas. Reputada y reconocida
autora de reportajes periodísticos y de piezas cortas,
escribe sobre los más variados y diversos temas con una mirada precisa y sin
artificios, que resulta enormemente atractiva y, por así decirlo, verdadera. He leído recientemente una
excelente recopilación de algunos de sus principales artículos y reportajes en
el volumen Historias reales, que vienen a ser algo así como un
conjunto de breves relatos o narraciones de no ficción (algunos
pueden encuadrarse en lo que se ha venido denominando como autoficción,
esa ¿moda? que, como especie en
expansión o fórmula literaria de indudable éxito en los últimos años, viene a
ser una amalgama entre lo novelesco y lo
autobiográfico, y a la que sin embargo no le faltan detractores y detractoras… Por resumir, podríamos hablar del “relato
que una persona real hace de su propia existencia” Se trata de una cierta literatura mestiza, en el sentido en que
la define Javier
Cercas al referirse precisamente a uno de sus libros de crónicas:
«…toda buena crónica
aspira a participar de una triple condición: la del poema, la del ensayo y la
del relato. Más humildes—o más incapaces—, las mías renuncian de antemano a las
dos primeras categorías; en sus mejores momentos, propenden tal vez a la
última. De hecho, acaso puedan leerse, una a una, como relatos. Como relatos reales.»
Volviendo
a Helen
Garner, el prólogo del libro citado es en realidad una historia, una
dura y hermosa historia (al parecer escrita en 1980), que bien podríamos añadir
a la serie de sugerencias y propuestas de lectura
incluidas en varias entradas anteriores de este blog:
- Lecturas para la humanización (I)
- Lecturas para la humanización (II)
- Lecturas para la humanización (III)
- Lecturas para la humanización (IV)
- Lecturas para la humanización (V)
En Google
books podemos leer este prólogo, que lleva el título de “El señor Tiarapu”. [No obstante, por si el enlace fuera eliminado, transcribo este breve relato real en el que la autora es
protagonista, vive y observa, y luego lo cuenta con inteligencia y compasión].
«Un
verano fui a Sidney a visitar a un amigo hospitalizado. Acababan de extirparle
un tumor cerebral y convalecía, un día borrascoso, en una sala donde las
persianas golpeaban y no había aire acondicionado. Mi amigo, dadas las
circunstancias, se recuperaba bien. Le habían rasurado y vendado media cabeza.
Cuando
llegué estaba apoyado en las almohadas, comiendo ostras de una caja de cartón
gris. Me ofreció una y dijo: «Es una pena que no hayas llegado diez minutos
antes. Porque ¿a qué no sabes quién me ha traído las ostras? Patrick White.
Confiaba en que llegaras antes de que se marchara; pero
ha venido otra amiga mía y cuando los he presentado se ha emocionado muchísimo
y ha dicho: “¡No serás Patrick White!”, a lo que él le ha respondido: “No, soy
otro Patrick White».
Nos comimos las ostras. Cuando
terminamos, mi amigo dijo: «Pero me gustaría presentarte al tipo de la otra
cama. Porque es de Tahití y vive en Numea y no sabe inglés… Quizá podrías
hablar con él en francés». Se incorporó con la cabeza vendada y llamó al otro
hombre, que parecía dormido. «Eh, M’sieu.»
El hombre giró lentamente el cuerpo
hacia nosotros. Era un individuo muy alto con la cabeza grande, de unos
cuarenta y cinco años, y claramente dolorido: tenía la piel morena isleña de
color ceniciento y las mejillas hundidas. Mi amigo, pronunciando con atención
su francés de cuarto curso, le explicó que yo hablaba francés mejor que él. El
tahitiano alargó una mano y estrechó la mía.
-Enchanté, madame –saludó.
Intercambiamos las cortesías de
rigor y tópicos sobre nuestras experiencias entre los franceses.
-Les Francaises sont des racistes,
des hypocrites –afirmó-. Te hablan con educación, pero te machacan por la
espalda.
Me contó que vivía en Numea y que
tenía mujer y seis hijos. No sabía lo que le pasaba, salvo que no podía andar y
que hacía ya varios meses que estaba así. Me contó que lo habían llevado al
hospital de Numea por esa debilidad sin explicación de las piernas y que, de
pronto, los médicos del hospital le habían dicho que tenían que mandarlo a
Sidney «para hacerle unas pruebas». Desde que había llegado al Royal Prince
Albert no había entendido nada de lo que le había ocurrido, ninuna palabra de
lo que le habían dicho hasta que lo habían trasladado a la cama contigua a la
de mi amigo de la cabeza abierta. «Su amigo –me dijo. Mirándome con
intensidad-, es muy buena persona.»
Le pregunté si quería que me quedara
hasta que vinieran los médicos e intentara traducirle lo que dijeran. Respondió
que le gustaría muchísimo, pero que no debía molestarme si tenía otros asuntos
que atender. Me explicó que en Numea no le habían dado tiempo para ver a su
mujer y sus hijos antes de meterlo en el avión. Dijo que le gustaría escribir a
su mujer para decirle que estaba bien y contarle dónde se encontraba y que
estaba esperando a que le hicieran unas pruebas. Que no había podido escribirle
porque no podía pedir papel.
Le pedí papel a una enfermera y tajo un bloc,
además de un sobre y un bolígrafo. El hombre se sentó lo más erguido que pudo,
se apoyó en una revista y escribió, en una letra formal y grande, una carta
larga. Mientras él escribía, yo charlé con mi amigo. Hacía muchísimo calor y
como había huelga de enfermeras, las que querían secundar la huelga sin
desatender a los pacientes más enfermos vestían de calle en lugar de uniforme,
lo cual les daba una apariencia menos intimidatoria, menos enérgica, pero no
ayudaba en nada al tahitiano con su problema idiomático. Una de las enfermeras
me comentó: «Llegan aviones enteros desde el hospital de Numea».
Le pregunté cuando pasarían los
médicos y me contestó que estaban al caer. El hombre, que se llamaba Tiarapu,
terminó la carta, anotó la dirección en el sobre, lo cerró y luego permaneció
echado con el sobre pegado al pecho, como si no supiera qué hacer a
continuación. Miraba de un lado para otro.
-¿Quiere que me la lleve y la eche
al buzón? –le pregunté.
Me dijo que sí, si no era demasiada
molestia.
Entraron dos médicos. Eran dos
chicos muy jóvenes, mucho más que yo, uno australiano y otro tailandés. Se
acercaron a la cama del señor Tiarapu con timidez, como si fueran ellos los
visitantes y no yo. Consultaron la tablilla colgada a los pies de la cama.
Dije:
-Hablo francés y pensaba que tal vez
podría explicarle al señor Tiarapu lo que le ocurre, porque no lo sabe.
Los médicos se miraron como dos
colegiales, esperando a que contestara el otro. El tailandés habló:
-Bueno, vamos a hacerle unas
pruebas.
-Quizá
podrían explicarle algo más –sugerí-, seguro que está inquieto porque no sabe lo
que tiene.
-¿Tiene
alguna pregunta concreta que pueda traducirnos? –preguntó el australiano.
Le
traduje la pregunta al señor Tiarapu, acostado con la cabeza levantada en
tensión, como si tratara de comprender a fuerza de voluntad. Dijo:
-Me
gustaría saber si volveré a andar. Son las piernas, es horrible no poder
caminar. ¿Podría preguntarles a los médicos por qué no puedo andar y si pueden
hacer algo?
Los
médicos, a dúo, respondieron que tenía un bloqueo en algún punto de la espina
dorsal y que las pruebas que realizarían determinarían las posibilidades de
curación.
-Si
solo es un bloqueo –aseguró uno de ellos, con aire algo desvalido-, podrá
volver a andar si hace los ejercicios que le recomendaremos. Si hace los
ejercicios, mejorará, si es que solo tiene un bloqueo.
Lo
traduje. El señor Tiarapu pareció tranquilizarse. Por lo visto no tenía más
preguntas y los médicos dijeron que regresarían a una hora concreta del día
siguiente y que me agradecerían si pudiera estar presente para volver a
traducir. Dije que allí estaría.
El
señor Tiarapu me estrechó la mano y me dio las gracias. Me miró de un modo que
me hizo sentir muy mal, y muy triste, como si yo fuera una especie de
salvavidas. Me hubiera gustado darle un beso en la mejilla, pero temí
sobrepasar alguna línea del protocolo que tal vez existiera entre blancos y
negros, o sanos y enfermos.
Me
despedí de mi amigo y del señor Tiarapu, y recogí la caja de cartón con las conchas de las ostras y la tiré en la papelera al salir de la sala. En medio de
un viento descarnado, llevé la carta del señor Tiarapu al otro lado de la
calle, a la oficina de correos, donde pedí que la franquearan, y la eché al
buzón.
A la
mañana siguiente regresé al hospital. El tiempo aguantaba. Cuando entré en la
sala vi que el aspecto del señor Tiarapu había sufrido un cambio impresionante.
Ya no tenía la cara morena; no tenía color, las mejillas habían terminado de
hundirse y se diría que le costaba abrir los ojos. Pero me vio y me cogió la
mano y no la soltó.
-Parece
cansado –le dije-. ¿No ha dormido bien? –No sabía si hablarle de usted o
tutearlo, así que elegí el usted.
-No
mucho. Estaba preocupado pensando en mi mujer.
Antes
de que pasaran los médicos a hacer la ronda, la puerta de la sala se abrió de
golpe y aparecieron dos alegres enfermeras. Se acercaron a la cama del señor
Tiarapu y cogieron la tablilla. «Sí, es este», dijo una. Dirigió una sonrisa
feliz y poderosa al señor Tiarapu: «¡Vamos a trasladarlo! –anunció-. ¡A otra
sala!». Agarró la esquina de la manta de algodón azul del señor Tiarapu.
Esta
vez el rostro del señor Tiarapu palideció de miedo.
-No
entiende lo que le dicen –expliqué-. No sabe nada de inglés.
-Oh
–dijo la enfermera retrocediendo.
En ese
momento entraron dos médicos en la sala. Dieron los buenos días a todos los
presentes. El señor Tiarapu pasó de mirar mi cara a la de ellos, a la espera.
-¿Podrían
explicarle por qué lo trasladan? –pedí-. Porque acaba de acostumbrarse a este
lugar y justo empezaba a charlar con el enfermo de al lado.
Los
médicos se miraron. Uno de ellos, tras una breve pausa, explicó:
-Tenemos
que trasladarlo a otra sala para proseguir con las pruebas.
Le
traduje al señor Tiarapu que lo trasladaban a otra sala para hacerle más
pruebas. Esta información no alteró su expresión.
-¿A qué
sala? –pregunté a los médicos.
-Oncología
–dijo uno de ellos, y me miró directamente a los ojos con una expresión a la
vez vacía y retadora.
Dijo
oncología. No dijo cáncer. Y yo no estaba segura, no estaba segura al cien por
cien, de que oncología significara cáncer. Y no podía preguntar porque el señor
Tiarapu me cogía la mano y no nos quitaba ojo a los médicos y a mí con su cara
cenicienta, y la palabra francesa para cáncer es tan parecida a la inglesa que
habría resultado imposible disimularla.
-¿Quieren
que le explique lo que quiere decir? –pregunté a los médicos.
Parecieron
incomodarse, movieron los pies por el linóleo mullido y se miraron.
-Si
quiere –respondió uno.
-Pero
¿creen que debería?
Ambos
se encogieron de hombros, no porque les importara, sino porque eran muy jóvenes
y probablemente no sabían mejor que yo si el paciente viviría o moriría. Cuanto
más hablamos y gesticulamos así, sin traducción, más claro le quedó al señor
Tiarapu que ocurría algo que alguien no quería que supiera. La responsabilidad
de la transmisión de información se me había transferido directamente y yo no
era la persona adecuada.
Le dije
al señor Tiarapu:
-Van a
trasladarlo a otra sala porque tienen que hacerle más pruebas, todavía no están
seguros de lo que le pasa y aquí no pueden hacerlas.
El
señor Tiarapu asintió y se recostó.
Les
dije a los médicos:
-¿No
tienen intérpretes? Porque yo tengo que volver
a Melbourne esta noche. No puedo quedarme más.
-Sí,
creo que sí –dijo uno de ellos-. Se supone que hay una intérprete, pero es
famosa por su falta de tacto.
Las
enfermeras prepararon al señor Tiarapu para el traslado. Yo me quedé de pie
entre su cama y la de mi amigo, que había observado todo sin hablar. Cuando el
señor Tiarapu estuvo en la camilla y llegó el momento de marcharse, volvió a
cogerme la mano y me dijo:
-Ha sido
muy amable conmigo. Siempre recordaré su amabilidad.
Mi amigo
también se despidió, y se llevaron al señor Tiarapu.
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En el relato queda bien a las claras que el paternalismo, el trato inadecuado, los problemas
de (in)comunicación y la falta de empatía suelen estar muy generalizados y, como se ve, parece que han sido y son
bastante comunes y universales en los servicios sanitarios. Los y las profesionales
sanitarias aparecen aquí con una actitud muy distante, altiva, poco respetuosa, displicente y nada
compasiva con el paciente de la historia, (desvalido, inerme y vulnerable)… ¿Es
esta la actitud y la imagen que realmente debieran mantener y transmitir? ¿Es la que de verdad esperan
las personas enfermas a las que atienden?
Me ha gustado mucho!
ResponderEliminarBien es cierto que a algunos enfermos a los que la medicación o eficacia profesional ya no sirven, lo que realmente les aporta y consuela es la atención del sanitario: una sonrisa, un "no te preocupes estamos haciendo todo lo que podemos", una palmada en la espalda, un escuchar mirando a los ojos.... Esta si que es una medicina valiosa y necesaria.
Más allá del conocimiento, de las (necesarias) competencias técnicas y habilidades profesionales, el respeto, la compasión y la empatía son, sin ninguna duda, las herramientas (más) imprescindibles y valiosas de las que dispone el personal sanitario para atender a las personas que sufren.
EliminarGracias por su comentario.